miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los nombres de Chávez


La oposición ha intentado tenazmente dar con un apodo que describa al presidente desde el estereotipo que por años han querido construirle. No le faltan motivos al empeño, pues un alias atinado condiciona la percepción que tendremos del estado, la personalidad o la figura de aquél a quien se le endilga.
Por eso mismo, el apodo ha tenido siempre un rol destacado en política. Tal como lo hace la caricatura con la imagen, el sobrenombre intenta destacar en pocas palabras, valiéndose de lo grotesco, un conjunto de rasgos casi siempre negativos que tipifican al personaje elegido.
Recuerdo que uno de mis maestros era tan, pero tan flaco, que por obra y gracia del chistoso de turno terminó llamándose tripita’e gallo. En lo sucesivo, jamás pudo el pobre hombre deshacerse del halo de gallo agónico que lo envolvió ese día.
Se entiende entonces los reiterados intentos  de la oposición por encontrar un mote que satirice al presidente de un modo que llegue a ser compartido por la mayoría del país. Una ráfaga verbal que prendiese como prendió aquél tripita’e gallo en mi salón de cuarto grado.
Han hecho, pues, grandes esfuerzos por imponer sus Sebastián,  Chacumbele, autócrata, jefe golpista, etc. Nada les ha funcionado y hay razón para ello: a los apodos, cuando de política se trata, sólo el pueblo les da fuerza y vida; son la avanzada de una rebelión que comienza con el desafecto y se prolonga en el abandono y el enfrentamiento de un liderazgo.
Por el resultado de las elecciones pasadas, ahora sabemos que los think tanks de la oposición tendrán que esforzarse más y por mucho tiempo si aspiran a  lograr su cometido algún día.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Del teatro y el delirio


Confieso que no había tenido oportunidad de ver el maravilloso perfomance de Leopoldo López, días antes de la elecciones presidenciales, anunciando con cifras la victoria de Capriles. Pude verlo, al fin, el pasado domingo gracias a la reposición que de tal alarde histriónico hiciera Earle Herrera en su Kiosco Veraz.
 Quien esté familiarizado con la dinámica del monólogo, notó ese dia el dominio escénico del performer y cómo inadvertidamente la declamación sube de tono hasta el punto donde el actor se funde definitivamente en el personaje ficticio y se hace uno con él. En ese momento, el discurso que emite es ya de una sinceridad incuestionable.
Pero lo mejor de la pieza, a no dudarlo, estuvo en lograr que de manera tan entusiasta el espectador se involucrase en el espectáculo. Un éxito que puede verse en muy contadas ocasiones y sólamente en los más sonados eventos de teatro experimental de nuestra contemporaneidad. Muchos teóricos han intentado dar con la clave para desatornillar al público de sus sillas e impulsarlo a ser tan protagonista de la puesta en escena como quien ocupa las tablas.
Lograr que público y actor dejen atrás la realidad y entren en pleno delirio artístico, alcanzar la total suspensión de la incredulidad que pregonaba Coleridge, como pudo hacerlo Leopoldo López, es algo que nos obligará a reescribir la historia de nuestro movimiento teatral de las últimas décadas.
Una sola falla: ese público delirante que aplaudía a rabiar, no comprendió nunca que lo representado no era un monólogo dramático, sino ópera bufa.