viernes, 2 de noviembre de 2012

Del teatro y el delirio


Confieso que no había tenido oportunidad de ver el maravilloso perfomance de Leopoldo López, días antes de la elecciones presidenciales, anunciando con cifras la victoria de Capriles. Pude verlo, al fin, el pasado domingo gracias a la reposición que de tal alarde histriónico hiciera Earle Herrera en su Kiosco Veraz.
 Quien esté familiarizado con la dinámica del monólogo, notó ese dia el dominio escénico del performer y cómo inadvertidamente la declamación sube de tono hasta el punto donde el actor se funde definitivamente en el personaje ficticio y se hace uno con él. En ese momento, el discurso que emite es ya de una sinceridad incuestionable.
Pero lo mejor de la pieza, a no dudarlo, estuvo en lograr que de manera tan entusiasta el espectador se involucrase en el espectáculo. Un éxito que puede verse en muy contadas ocasiones y sólamente en los más sonados eventos de teatro experimental de nuestra contemporaneidad. Muchos teóricos han intentado dar con la clave para desatornillar al público de sus sillas e impulsarlo a ser tan protagonista de la puesta en escena como quien ocupa las tablas.
Lograr que público y actor dejen atrás la realidad y entren en pleno delirio artístico, alcanzar la total suspensión de la incredulidad que pregonaba Coleridge, como pudo hacerlo Leopoldo López, es algo que nos obligará a reescribir la historia de nuestro movimiento teatral de las últimas décadas.
Una sola falla: ese público delirante que aplaudía a rabiar, no comprendió nunca que lo representado no era un monólogo dramático, sino ópera bufa.


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