Confieso que no había
tenido oportunidad de ver el maravilloso perfomance
de Leopoldo López, días antes de la elecciones presidenciales, anunciando con
cifras la victoria de Capriles. Pude verlo, al fin, el pasado domingo gracias a
la reposición que de tal alarde histriónico hiciera Earle Herrera en su Kiosco
Veraz.
Quien esté familiarizado con la dinámica del
monólogo, notó ese dia el dominio escénico del performer y cómo inadvertidamente la declamación sube de tono hasta
el punto donde el actor se funde definitivamente en el personaje ficticio y se
hace uno con él. En ese momento, el discurso que emite es ya de una sinceridad incuestionable.
Pero lo mejor de la
pieza, a no dudarlo, estuvo en lograr que de manera tan entusiasta el espectador
se involucrase en el espectáculo. Un éxito que puede verse en muy contadas
ocasiones y sólamente en los más sonados eventos de teatro experimental de
nuestra contemporaneidad. Muchos teóricos han intentado dar con la clave para
desatornillar al público de sus sillas e impulsarlo a ser tan protagonista de
la puesta en escena como quien ocupa las tablas.
Lograr que público y
actor dejen atrás la realidad y entren en pleno delirio artístico, alcanzar la total
suspensión de la incredulidad que pregonaba Coleridge, como pudo hacerlo
Leopoldo López, es algo que nos obligará a reescribir la historia de nuestro
movimiento teatral de las últimas décadas.
Una sola falla: ese
público delirante que aplaudía a rabiar, no comprendió nunca que lo
representado no era un monólogo dramático, sino ópera bufa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario