La oposición ha
intentado tenazmente dar con un apodo que describa al presidente desde el
estereotipo que por años han querido construirle. No le faltan motivos al
empeño, pues un alias atinado condiciona la percepción que tendremos del estado,
la personalidad o la figura de aquél a quien se le endilga.
Por eso mismo, el
apodo ha tenido siempre un rol destacado en política. Tal como lo hace la
caricatura con la imagen, el sobrenombre intenta destacar en pocas palabras,
valiéndose de lo grotesco, un conjunto de rasgos casi siempre negativos que
tipifican al personaje elegido.
Recuerdo que uno de
mis maestros era tan, pero tan flaco, que por obra y gracia del chistoso de turno
terminó llamándose tripita’e gallo. En lo sucesivo, jamás pudo el pobre hombre deshacerse
del halo de gallo agónico que lo envolvió ese día.
Se entiende entonces
los reiterados intentos de la oposición
por encontrar un mote que satirice al presidente de un modo que llegue a ser
compartido por la mayoría del país. Una ráfaga verbal que prendiese como
prendió aquél tripita’e gallo en mi salón de cuarto grado.
Han hecho, pues,
grandes esfuerzos por imponer sus Sebastián, Chacumbele, autócrata, jefe golpista, etc.
Nada les ha funcionado y hay razón para ello: a los apodos, cuando de política
se trata, sólo el pueblo les da fuerza y vida; son la avanzada de una rebelión
que comienza con el desafecto y se prolonga en el abandono y el enfrentamiento
de un liderazgo.
Por el resultado de
las elecciones pasadas, ahora sabemos que los think tanks de la oposición tendrán que esforzarse más y por mucho
tiempo si aspiran a lograr su cometido
algún día.
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