miércoles, 20 de marzo de 2013

¿Fácil o difícil de leer?




Luis, un amable lector de esta columna, se queja de lo complejo de mi lenguaje.  A diferencia de otros columnistas, dice él, usted escribe de una manera que no es cómoda para mí, usa palabras complicadas. Tuve que recurrir a un diccionario para buscar el significado de tales palabras y entender, al fin, su  escrito. Concluye, como es natural, pidiéndome que escriba con palabras más sencillas.
Lo que sigue son algunas reflexiones a modo de respuesta a su inquietud.
Creo, Luis, que uno de los problemas más graves que tenemos que resolver en el país es el deficiente manejo del lenguaje, hecho este evidente entre los escolares, sus profesores, profesionales con variadas especializaciones, políticos, comunicadores sociales.
Como se sabe, el lenguaje se relaciona directamente con la organización y manejo del pensamiento y, por ende, del conocimiento. En otras palabras, si no hablamos con la suficiente competencia, seguramente tampoco  pensamos con la bastante claridad ni seremos capaces de aprender, organizar, innovar o comunicar ningún tipo de conocimiento.
El lenguaje es la herramienta del pensamiento y del saber. Si asumimos eso, es fácil concluir,por ejemplo, que un maestro que no domine el idioma que hablamos, no solo será incapaz de enseñar lengua, sino que le será igualmente cuesta arriba enseñar matemáticas,  geografía o valores ciudadanos. Lo mismo puede decirse de un médico,  de un ingeniero o de cualquier otro profesional.
Intento usar, hasta donde puedo, los recursos que el castellano pone a mi disposición a la hora de expresar lo que pienso. No rebusco innecesariamente; no aspiro a que mis textos resulten ilegibles para nadie, pero tampoco renuncio a una riqueza que nos pertenece a todos y de la cual no deberíamos privarnos. 
Me pides que baje el nivel de enunciación de lo que escribo. He oído esa misma solicitud desde mis días de estudiante, cuando algunos compañeros se quejaban porque no entendían lo que el profesor explicaba puesto que, decían, el nivel era muy alto. Pues bien, en relación con la lengua, hemos bajado tanto el nivel, y durante tanto tiempo, que ahora tenemos muchos maestros con mínimas competencias lingüísticas; tenemos estudiantes universitarios en pregrados, maestrías e incluso doctorados, incapaces de escribir dos cuartillas inteligibles y originales; tenemos locutores de radio y otros comunicadores sociales a quienes se les hace difícil exponer, coherente y fluidamente, un par de ideas. Y esa dificultad para expresarse no afecta solo el modo como dicen algo, sino que incide directamente en lo que dicen, en su capacidad para interpretar lo que sucede a su alrededor, en el país, en el mundo. En conclusión,  si como sociedad manejamos un lenguaje cada vez más pobre, seremos una sociedad cada vez más embrutecida.
Tenemos el deber colectivo de ser, día a día, mejores hablantes y eso significa, entre otras cosas, ser mejores lectores, preocupados por hacer un uso amplio de la maravillosa lengua que hablamos, en vez de conformarnos con un lenguaje limitado y elemental. Si hacemos eso, nos estaremos haciendo un gran favor a nosotros mismos pero, más aún, estaremos haciéndole un inmenso aporte al país todo.

martes, 12 de marzo de 2013

Inmaduro y sin carisma



¿Y cuando fue que la derecha descubrió en Chávez tantas cualidades como ahora le destacan? Que yo recuerde, el discurso de la oposición aludió siempre a un militarote ignaro, sin sensibilidad social, soez, gran demagogo,  autoritario, con una perversa capacidad de imponerse, ninguneándolos, a quienes le rodeaban.
Ahora, cuando el objetivo es descalificar a Nicolás Maduro como candidato a la Presidencia, le descubren al Comandante un liderazgo que no deja de sorprender. El asunto ha llegado a tanto, que la propia Asociated Press pareciera haberse convertido en agencia publicitaria de Chávez. Para la  A.P. de estos días, Chávez estaba dotado de un asombroso vigor y un travieso humor; poseía un estilo magistral para expresarse y una presencia carismática que cautivaba a sus seguidores. ¿Qué tal?
A raíz del deceso del Presidente, asombra tantos opositores que acaban de descubrir sus virtudes. Y no me refiero a quienes por respeto le dieron una tregua a los insultos, sino a aquellos que, en un verdadero salto de talanquera discursivo, dicen hoy exactamente lo contrario de lo que dijeron ayer.
Prefiero a los que no amainaron un ápice en su histeria. Decía San Pablo, o frío o caliente porque tibio lo vomito. Me quedo, pues, con la frialdad o la calentura, depende de cómo se mire, de un Vargas Llosa, por ejemplo.  Para el ilustre escritor, ahora en fase de senilidad aguda, Chávez no era sino un resabio del caudillismo del siglo XIX; contrariamente, le parece de lo más progresista que el Rey de España, parado entre su querida y su elefante recién sacrificado, le confiera  un título nobiliario del siglo XIII.
En fin, todo se vale si el resultado es contribuir con la descalificación de Maduro, de quien ya se nos ha informado que no tiene ni la fuerza, ni el carisma, ni la formación, ni la osadía, ni la madurez que sí tenía Chávez.
Esta es la gente que la tiene tomada con el asunto del autobús y el chofer y de otras estupideces que los aleja, cada vez más, de esa mayoría de venezolanos cuya vida transcurre en oficios como el de chofer u otros similares, oficios que le parecerán a la oposición igualmente despreciables. Se trata de la misma gente que en otros momentos  apoyó la candidatura de verdaderos pelmazos cuyo nombre no cito por respeto, pues ya están todos muertos, incluido Manuel Rosales. Vale preguntarse además qué clase de candidato le oponen a Nicolás Maduro ¿Será que no lo ven cuando balbucea en televisión? Capriles es la prueba viviente de un fenómeno contra natura que consiste en tener el pensamiento más lento que el lenguaje.
Reflexionando en esto último, me pregunto si estaré en lo correcto al pensar que la oposición habla bien de Chávez para poder afincarse contra Maduro. Tal vez la explicación de esa cortesía resida en el temor a hablar mal de un muerto, no suceda que los jale por los pies durante la noche, como indica la creencia popular. Nada teman, al fin y al cabo llevan catorce años acostumbrados a que Chávez los jale de una derrota a la siguiente.







No perdono a la muerte enamorada



 “Mientras los niños mueran
Yo no logro entender la misión de la muerte”

Con esos dos versos, Miguel Otero Silva reafirmaba la condición arbitraria de la muerte. Lo que la tradición occidental ha encarnado en un lúgubre personaje dotado de guadaña, es, a no dudarlo,  un ente caracterizado por la estupidez y el capricho, incapaz, por ende, del menor sentido de la oportunidad.
Lo extemporáneo de la muerte del Comandante Chávez  es algo que muy pocos dejarán de percibir, incluso entre aquellos que siempre le adversaron. No solo porque cronológicamente hablando, su expectativa de vida hubiese podido exceder en décadas el momento de su fallecimiento, sino porque la historia le había asignado un rol, a todas luces inconcluso, en el devenir de la Venezuela contemporánea.
Para quienes trajinamos las cuatro décadas finales del siglo XX, el panorama político y social del país no podía ser más desolador. La desesperanza era el sino de los tiempos. Quienes entonces aún  se aferraban, aunque no fuese mas que una reserva del alma, a un proyecto de redención colectiva, entendían que nada ocurriría durante mucho tiempo que alterase la pendiente que sin pausa ni tregua hundía a Venezuela y a los venezolanos en la abulia y la miseria.
Incluso sin las consecuencias ulteriores que tuvo, la insurrección cívico militar de 1992 liderada por el Comandante Chávez, habría logrado el nada desdeñable efecto de ser una campanada capaz de poner en alerta a una población que llevaba mucho tiempo abotagada por un discurso sin fin, en el que se repetía que seríamos pronto más felices y prósperos si aceptábamos ser cada día más tristes y pobres.
Recuerdo la inesperada opinión de un amigo, a los pocos días de la insurrección, según la cual nada mejor habría podido pasarnos, puesto que vivíamos en un país sin expectativas, sin proyectos y, por ende, sin futuro. Y aunque ese amigo terminaría prontamente engrosando las filas de la oposición más visceral al gobierno de Chávez, la suya me parece aún hoy una explicación que resume en pocas pero eficaces palabras, el punto de depresión al que habíamos calado como pueblo.
Se ha dicho sin pausa que Chávez  era  un vendedor de ilusiones, y es casi risible constatar que quienes eso afirmaban, no cayeron nunca en cuenta de la extraordinaria verdad que expresaban. Nadie como el Comandante percibió que la necesidad más perentoria de los venezolanos, en ese momento, era el vislumbre de un horizonte posible, cosa que la mayoría de nosotros fuimos incapaces de ver, entregados como estábamos a la desesperanza y la derrota.
La imperdonable muerte enamorada del poeta Miguel Hernández, nos ha privado de un líder y visionario capaz de repartir esperanzas y sueños, pero también vitalidad y confianza en un pueblo que amó la ilimitada sencillez de su alma, su capacidad de ser llano, su humildad para equivocarse y reconocerlo, su imposibilidad esencial de separarse de lo más autentico del ser venezolano.