“Mientras los niños mueran
Yo no logro entender la misión de la muerte”
Con esos dos versos, Miguel Otero Silva
reafirmaba la condición arbitraria de la muerte. Lo que la tradición occidental
ha encarnado en un lúgubre personaje dotado de guadaña, es, a no dudarlo, un ente caracterizado por la estupidez y el
capricho, incapaz, por ende, del menor sentido de la oportunidad.
Lo extemporáneo de la muerte del Comandante
Chávez es algo que muy pocos dejarán de
percibir, incluso entre aquellos que siempre le adversaron. No solo porque
cronológicamente hablando, su expectativa de vida hubiese podido exceder en
décadas el momento de su fallecimiento, sino porque la historia le había
asignado un rol, a todas luces inconcluso, en el devenir de la Venezuela
contemporánea.
Para quienes
trajinamos las cuatro décadas finales del siglo XX, el panorama político y
social del país no podía ser más desolador. La desesperanza era el sino de los
tiempos. Quienes entonces aún se
aferraban, aunque no fuese mas que una reserva del alma, a un proyecto de
redención colectiva, entendían que nada ocurriría durante mucho tiempo que
alterase la pendiente que sin pausa ni tregua hundía a Venezuela y a los
venezolanos en la abulia y la miseria.
Incluso sin las
consecuencias ulteriores que tuvo, la insurrección cívico militar de 1992
liderada por el Comandante Chávez, habría logrado el nada desdeñable efecto de
ser una campanada capaz de poner en alerta a una población que llevaba mucho
tiempo abotagada por un discurso sin fin, en el que se repetía que seríamos
pronto más felices y prósperos si aceptábamos ser cada día más tristes y
pobres.
Recuerdo la
inesperada opinión de un amigo, a los pocos días de la insurrección, según la
cual nada mejor habría podido pasarnos, puesto que vivíamos en un país sin
expectativas, sin proyectos y, por ende, sin futuro. Y aunque ese amigo
terminaría prontamente engrosando las filas de la oposición más visceral al
gobierno de Chávez, la suya me parece aún hoy una explicación que resume en
pocas pero eficaces palabras, el punto de depresión al que habíamos calado como
pueblo.
Se ha dicho sin
pausa que Chávez era un vendedor de ilusiones, y es casi risible
constatar que quienes eso afirmaban, no cayeron nunca en cuenta de la
extraordinaria verdad que expresaban. Nadie como el Comandante percibió que la
necesidad más perentoria de los venezolanos, en ese momento, era el vislumbre
de un horizonte posible, cosa que la mayoría de nosotros fuimos incapaces de
ver, entregados como estábamos a la desesperanza y la derrota.
La imperdonable
muerte enamorada del poeta Miguel Hernández, nos ha privado de un líder y
visionario capaz de repartir esperanzas y sueños, pero también vitalidad y
confianza en un pueblo que amó la ilimitada sencillez de su alma, su capacidad
de ser llano, su humildad para equivocarse y reconocerlo, su imposibilidad
esencial de separarse de lo más autentico del ser venezolano.
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