miércoles, 27 de febrero de 2013

El dilema de los Oscars: no hay nada en Argo


Solía yo tener un amigo que se ufanaba de no abandonar nunca una sala de cine por muy mala que fuese la película. Durante años hice mío ese principio, y en no pocas ocasiones me amarré a la butaca desoyendo una vocecilla persistente que me susurraba al oído: pare de sufrir.
No más. Hace tiempo que me relevé a mí mismo de semejante obligación. De modo que cuando estoy frente a una pantalla viendo algo como Argo, me bastan 15 minutos para decidir si vale la pena seguir allí invirtiendo el  tiempo, cada vez más corto, que me queda para ver cosas que valgan la pena en este mundo.
Para este asunto de no perder tiempo, lo bueno del 99 por ciento del cine de Hollywood es su carácter aristotélico.  Es decir, una vez visto el principio, uno sabe a ciencia cierta cómo sigue y cómo termina. En eso de ser predecibles, las películas norteamericanas compiten ventajosamente con cualquier telenovela de niño rico con madre malvada enamorado de muchacha pobre.
Y además están los Oscars. A pesar del título de esta nota, no suele haber dilema en esos premios. Con las excepciones del caso, terminan siendo una muy buena guía de lo que no vale la pena ver. Me imagino a los sesudos miembros de esa academia decidiendo, con una cartilla en la mano, cuales películas premiar. Esa cartilla ha de estar llena de indicadores al estilo de: mejor persecución de carros; mejor y más ruidosa explosión; número de personas ejecutadas a sangre fría por nuestro héroe; y, por supuesto, la inevitable victoria de Occidente sobre los criminales, crueles, sanguinarios y demás adjetivos aplicables a esa homogénea y detestable parte de la humanidad conocida como  los islamistas.
Que Hollywood esté involucrado en el intento de construir un estereotipo según el cual los 1000 millones de musulmanes son todos unos fundamentalistas prestos a atacar a Occidente, ya no sorprende a nadie. Por ello, y más allá de cualquier antecedente histórico, películas como Argo son absolutamente incapaces de abordar un evento cualquiera desde la complejidad propia de los acontecimientos humanos. Muy por el contrario, suelen sumarse a la propaganda oficial cuyo objetivo no es otro que preparar las condiciones que permitan nuevas arremetidas como las invasiones a Irak y Libia.
Quien  quiera familiarizarse con esa campaña de satanización del Islam en sus distintas vertientes, prensa, cine, academia, puede acercarse al ya viejo libro de Edward Said, publicado en castellano con el título de Cubriendo el Islam. Said demuestra cómo se ha impuesto la idea de que lo que está planteado es un choque de civilizaciones frente al cual debemos decidir quién sobrevive, si ellos o nosotros. Con tal fin, se obvian todas las posibles diferencias entre individuos, comunidades e incluso naciones, en aras de crear un ellos genérico cuyo objetivo es destruir a un igualmente genérico nosotros. Y si se trata de defendernos, entonces todo se vale, incluso la tortura tan orgullosamente representada en ese otro bodrio cinematográfico titulado La noche más oscura.
Tal vez sí hay algo en Argo: la convicción de Hollywood de que somos tontos y nos tragamos todas sus patrañas. Desgraciadamente, no pocas veces aciertan.









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