De
las diversas estrategias desarrolladas por el capitalismo para amansar al género
humano, la de estimular el placer perverso de sentirse inferior no es la última. Basta un poco de atención para apercibirse de hasta qué
punto el mensaje de que somos unos don nadie ha llegado a ser usado como un
medio para lograr un placer abiertamente masoquista.
Ejemplos sobran. ¿Quién no ha visto alguna vez esos
programas de televisión donde nos
muestran las fabulosas mansiones de millonarios a cuyo estilo de vida no
podemos siquiera soñar con acercarnos?
Los sociólogos de la comunicación, y algunos otros
expertos en materia de propaganda, nos asegurarán que el propósito de tales
programas es reafirmar una visión del mundo, un concepto de la vida basado en
que quien más tiene es más feliz, de modo que todos nos esforcemos por llegar
al nirvana del consumo y la propiedad.
Pero lo cierto es que, a estas alturas de la historia,
el 99.99 por ciento de la humanidad sabe que su posibilidad
de acercarse a ese nivel de vida es absolutamente nula. Vale decir que tales
programas transmiten, simultáneamente, el mensaje de que hay unos verdaderos
privilegiados que viven como dioses en tanto que nuestra única opción de
participar en ese cielo inalcanzable es una envidia contemplativa que se
resuelve, en la mayoría de los casos, a través de la pantalla del televisor.
Pero si se quiere un escenario de participación más
directa en este asunto de la inferioridad, basta con ubicarse en alguno de esos
países en los cuales, contra todo pronóstico histórico y político, se mantiene,
aún hoy, la monarquía. ¿Sirven hoy reyes
y reinas, príncipes y princesas, duques y duquesas, infantes e infantas, para
algo más que tenerles envidia? Porque, bien visto, es difícil no envidiar a
unos individuos sin trabajo que viven como si de su existencia dependiese el
destino del universo. En la lógica macabra del terror que con tanto ahínco
cultivan los medios contemporáneos, dos grandes peligros parecieran cernirse
hoy sobre el género humano: el impacto de un meteoro gigante contra nuestro
planeta y la desaparición de la monarquía.
Quien se dé una vuelta por España, solo a tenor de
ejemplo, no dejará de sorprenderse de hasta qué punto la llamada familia real
está presente en la cotidianidad de cada español. Y no por razones atinentes a
la vida del colectivo, a su importancia política, a su rol dirigente, sino gracias
a esa especie de reality show donde
despliegan, de forma continua e inacabable sus habilidades histriónicas, y
cuyos expectantes espectadores son los miembros de una plebe agradecida por
contar con un grupo de individuos, a quienes la sociedad mantiene a cuerpo de
rey, literalmente dicho, con la única finalidad de que ocupen las páginas de la
revista Hola.
Desde esas páginas, y de decenas de otros medios de
comunicación, se desprende la parafernalia existencial que todo plebeyo está en
la obligación de envidiar. No importa con cuanta conciencia se despliegue esa
envidia, lo cierto es que con asuntos como la monarquía, al igual que con el
papado, la voluntad divina de su existencia sigue tan vigente como en la Edad Media.
Ningún otro razonamiento puede justificar su permanencia en estos tiempos de
tanto discurso democratizante y de tanto escepticismo. Salvo, claro está, el
sutil pero eficiente placer de sentirse inferior.
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