viernes, 7 de diciembre de 2012

El placer de sentirse inferior



De las diversas estrategias desarrolladas por el capitalismo para amansar al género humano, la de estimular el placer perverso de sentirse inferior no es la última. Basta un poco de atención para apercibirse de hasta qué punto el mensaje de que somos unos don nadie ha llegado a ser usado como un medio para lograr un placer abiertamente masoquista.
Ejemplos sobran. ¿Quién no ha visto alguna vez esos programas de  televisión donde nos muestran las fabulosas mansiones de millonarios a cuyo estilo de vida no podemos siquiera soñar con acercarnos? 
Los sociólogos de la comunicación, y algunos otros expertos en materia de propaganda, nos asegurarán que el propósito de tales programas es reafirmar una visión del mundo, un concepto de la vida basado en que quien más tiene es más feliz, de modo que todos nos esforcemos por llegar al nirvana del consumo y la propiedad.
Pero lo cierto es que, a estas alturas de la historia, el  99.99  por ciento de la humanidad sabe que su posibilidad de acercarse a ese nivel de vida es absolutamente nula. Vale decir que tales programas transmiten, simultáneamente, el mensaje de que hay unos verdaderos privilegiados que viven como dioses en tanto que nuestra única opción de participar en ese cielo inalcanzable es una envidia contemplativa que se resuelve, en la mayoría de los casos, a través de la pantalla del televisor.
Pero si se quiere un escenario de participación más directa en este asunto de la inferioridad, basta con ubicarse en alguno de esos países en los cuales, contra todo pronóstico histórico y político, se mantiene, aún hoy, la monarquía. ¿Sirven hoy  reyes y reinas, príncipes y princesas, duques y duquesas, infantes e infantas, para algo más que tenerles envidia? Porque, bien visto, es difícil no envidiar a unos individuos sin trabajo que viven como si de su existencia dependiese el destino del universo. En la lógica macabra del terror que con tanto ahínco cultivan los medios contemporáneos, dos grandes peligros parecieran cernirse hoy sobre el género humano: el impacto de un meteoro gigante contra nuestro planeta y la desaparición de la monarquía.
Quien se dé una vuelta por España, solo a tenor de ejemplo, no dejará de sorprenderse de hasta qué punto la llamada familia real está presente en la cotidianidad de cada español. Y no por razones atinentes a la vida del colectivo, a su importancia política, a su rol dirigente, sino gracias a esa especie de reality show donde despliegan, de forma continua e inacabable sus habilidades histriónicas, y cuyos expectantes espectadores son los miembros de una plebe agradecida por contar con un grupo de individuos, a quienes la sociedad mantiene a cuerpo de rey, literalmente dicho, con la única finalidad de que ocupen las páginas de la revista Hola.
Desde esas páginas, y de decenas de otros medios de comunicación, se desprende la parafernalia existencial que todo plebeyo está en la obligación de envidiar. No importa con cuanta conciencia se despliegue esa envidia, lo cierto es que con asuntos como la monarquía, al igual que con el papado, la voluntad divina de su existencia sigue tan vigente como en la Edad Media. Ningún otro razonamiento puede justificar su permanencia en estos tiempos de tanto discurso democratizante y de tanto escepticismo. Salvo, claro está, el sutil pero eficiente placer de sentirse inferior.


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