Luis, un amable
lector de esta columna, se queja de lo complejo de mi lenguaje. A diferencia de otros columnistas, dice él, usted
escribe de una manera que no es cómoda para mí, usa palabras complicadas. Tuve
que recurrir a un diccionario para buscar el significado de tales palabras y
entender, al fin, su escrito. Concluye,
como es natural, pidiéndome que escriba con palabras más sencillas.
Creo, Luis, que uno de los problemas más graves
que tenemos que resolver en el país es el deficiente manejo del lenguaje, hecho
este evidente entre los escolares, sus profesores, profesionales con variadas
especializaciones, políticos, comunicadores sociales.
Como se sabe, el lenguaje se relaciona directamente
con la organización y manejo del pensamiento y, por ende, del conocimiento. En
otras palabras, si no hablamos con la suficiente competencia, seguramente
tampoco pensamos con la bastante claridad ni seremos capaces de aprender,
organizar, innovar o comunicar ningún tipo de conocimiento.
El lenguaje es la herramienta del pensamiento y del
saber. Si asumimos eso, es fácil concluir,por ejemplo, que un maestro que no
domine el idioma que hablamos, no solo será incapaz de enseñar lengua, sino que
le será igualmente cuesta arriba enseñar matemáticas, geografía o valores ciudadanos. Lo mismo puede
decirse de un médico, de un ingeniero o de cualquier otro profesional.
Intento usar, hasta donde puedo, los recursos que el
castellano pone a mi disposición a la hora de expresar lo que pienso. No
rebusco innecesariamente; no aspiro a que mis textos resulten ilegibles para
nadie, pero tampoco renuncio a una riqueza que nos pertenece a todos y de la
cual no deberíamos privarnos.
Me pides que baje el nivel de enunciación de lo que
escribo. He oído esa misma solicitud desde mis días de estudiante, cuando
algunos compañeros se quejaban porque no entendían lo que el profesor explicaba
puesto que, decían, el nivel era muy alto. Pues bien, en relación con la
lengua, hemos bajado tanto el nivel, y durante tanto tiempo, que ahora tenemos
muchos maestros con mínimas competencias lingüísticas; tenemos estudiantes
universitarios en pregrados, maestrías e incluso doctorados, incapaces de
escribir dos cuartillas inteligibles y originales; tenemos locutores de radio y
otros comunicadores sociales a quienes se les hace difícil exponer, coherente y
fluidamente, un par de ideas. Y esa dificultad para expresarse no afecta solo
el modo como dicen algo, sino que incide directamente en lo que dicen, en su
capacidad para interpretar lo que sucede a su alrededor, en el país, en el
mundo. En conclusión, si como sociedad manejamos
un lenguaje cada
vez más pobre, seremos una sociedad cada vez más embrutecida.
Tenemos el deber colectivo de ser, día a día, mejores
hablantes y eso significa, entre otras cosas, ser mejores lectores, preocupados
por hacer un uso amplio de la maravillosa lengua que hablamos, en vez de
conformarnos con un
lenguaje limitado y elemental. Si hacemos eso, nos
estaremos haciendo un gran favor a nosotros mismos pero, más aún, estaremos haciéndole
un inmenso aporte al país todo.