Lanzarle a uno
aquello de que “cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos de la tierra,”
siempre me pareció un abuso por parte de Andrés Eloy Blanco. Como si no fuese
suficiente con los problemas que crean los hijos propios, supone el poeta que
cada uno de nosotros debería convertirse en una especie de guardería universal
en la que consiguieran cupo, tal como lo dice el verso, todos los hijos de la
tierra.
A diferencia del
matrimonio y demás asociaciones lícitas e ilícitas entre los humanos, la
paternidad es un contrato sin fecha de vencimiento, una responsabilidad
indefinida de la cual solo unos pocos encuentran la vía para evadirse. Tal vez
esa sea la razón por la cual muchos padres, especialmente en Maracaibo, optan
por expresar su paternidad de un modo que implica apropiarse de cualesquiera
méritos de sus hijos. Ese propósito se logra gracias a los pronombres se y me,
los cuales, adecuadamente usados, convierten en mío todo lo que corresponda a
mis hijos. En mi caso particular, por ejemplo, una de mis hijas se me graduó de
arquitecta, otra se me graduó de psicóloga y una tercera me está estudiando
medicina. Sin hablar de las pequeñas que me están asistiendo a la primaria y de
la mayor que se me mudó al exterior. Pasar de este entorno académico al económico
es relativamente fácil, pero no esperen que les diga cuánto me está ganando
cada una las muchachas.
Lo de la economía
viene a cuento por la alharaca que se ha armado con el nacimiento de un bebé
llegado para engrosar la lista de aspirantes a la corona inglesa. Visto el
tratamiento que los medios le han dado al asunto, tal parece que nos hemos
convertido todos en orgullosos padres de un bebé que, sin saberlo, le ha dado
la vuelta al verso de Andrés Eloy, hasta el punto que de él puede decirse que
tiene todos los padres –y madres- de la tierra. No por nada nos preocupamos por cada segundo
de los nueve meses que pasó en el augusto vientre de su madre. Y no en balde
hemos tenido que sufrir centenares de primeras planas dedicadas a convertir un
acontecimiento tan antiguo como la humanidad misma, en una novela a mitad de
camino entre el suspenso y lo fantástico.
Me nació, pues, un
bebé en Londres. O al menos así es como se pretende que percibamos la venida al
mundo de este infante. Lo que nadie dice, en esta democratización a la fuerza
de tal paternidad, es que el niño viene con su real y medio asegurado de por
vida, gracias a la permanencia de una institución tan arcaica, demodé y
corrupta como la monarquía.
En la paternidad
intangible, en hacer que sintamos que ese niño es nuestro, se quiere que todos
participemos. En la riqueza tangible, en el poder por nadie acordado, en la
falacia de la sangre azul no tendremos cuota alguna. Y eso es una verdad tan absoluta
como lo fue la monarquía en otros tiempos.
El sistema tiene
mecanismos eficientes para preservarse, y esta novela rosa sobre el nacimiento
del nuevo heredero no tiene más fin que ese. Dentro de algunos años le
adivinaremos el pensamiento cuando desde una de las torres que nunca faltan en
las películas de Robin Hood, el nuevo príncipe se repita a sí mismo: soy rico,
soy poderoso, soy famoso y siempre tengo mi real y medio.
Para felicidad de
los ingleses que por siglos se han comido el cuento.
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