Al menos en tres
ocasiones, Juan Pablo Guanipa ha aspirado a ser el candidato de la oposición a
la Alcaldía de Maracaibo. Reflexionando
acerca de su brillante carrera de fracasos, he concluido que mi vida es
igualita a la de Juan Pablo Guanipa: yo tampoco he alcanzado nunca un cargo. Y
no es que no lo haya intentando con el mismo ardor del pobre Juan Pablo.
Las frustraciones
por alcanzar un puesto comenzaron con mis escasas incursiones en el beisbol.
Nunca logré ser capitán de la caimanera. Es fácil imaginar el tamaño de mi
frustración si se piensa que yo era el dueño del bate, de la pelota y del único
par de guantes del que disponíamos para nuestro ascenso a las grandes ligas. Pero
ni soñar con que me nombraran capitán. De hecho, me reservaban las posiciones de
menor figuración y no pocas veces se dieron el lujo de ponerme a jugar banca.
Tal cual como a Guanipa.
Una vez que ingresé
a la universidad, anhelé con todas mis fuerzas ser presidente del centro de
estudiantes. Hice encuestas, preparé discursos, escribí manifiestos políticos e
incluso, lo digo con un poco de vergüenza, soborné a algunos de los que podían
competir con mis aspiraciones. Hasta el sol de hoy, mi madre no me perdona que
me apareciese todos los días a la hora del almuerzo con un nutrido grupo de
supuestos seguidores. Como mi progenitora nunca aprendió a hacerlas, era
imposible ponerles un bozal de arepas. De modo que tratamos de ganar su
adhesión a mis recurrentes candidaturas a punta de platos de espaguetis. Pero qué va, los muy desleales salían de mi
casa sobándose la barriga de satisfacción e iban directo a votar por mis
competidores.
¿Cómo no voy a ser,
pues, solidario con este campeón de las candidaturas gastadas, frustradas y a
última hora dicen que vendidas?
Mi experiencia
guanípica se prolongó inmutable durante los muchos años de trabajo como
profesor de la universidad. Allí quise ser cualquier cosa: jefe de departamento,
director, decano, lo que fuese. Imité a los exitosos líderes políticos que sí
llegaban a esos cargos. Empecé a palmear hombros; a aprenderme los nombres de
los parientes de mis eventuales votantes hasta la sexta o séptima generación,
ascendente o descendente. Nunca aporté una idea para que no se espantara el
cotarro. Nunca propuse cambiar nada. Nunca dije que algo andaba mal. Hasta
recuerdo haber afirmado, en pleno delirio de campaña, que la directiva de Fapuv
estaba constituida por unas mentes brillantes sin cuyo concurso la ciencia y
las artes se irían a pique en nuestro país. ¡Nada que ver! Una derrota tras
otra. Y la promesa de mis aliados de que en el futuro seguro que me tocaba a
mí.
Aquí estoy, pues, llorando hombro con hombro con mi alter ego
Juan Pablo Guanipa. Somos almas gemelas del despecho electoral. Él eterno aspirante
a la Alcaldía de Maracaibo, experto en arrancadas de caballo y carreras de burro,
y yo aspirante frustrado al cargo que fuera.
Claro que hay
algunas diferencias entre nosotros dos. Yo sí fui candidato. Juan Pablo, en
cambio, ha sido siempre precandidato. Apenas ahora hemos descubierto que cuando
Rafael Caldera dijo, hace ya décadas, que no había nada más pavoso que ser ex
precandidato, se refería en realidad a Guanipa.
Dicen también que la
chequera de Juan Pablo engorda cada vez que abandona una precandidatura. No me
consta. Lo que sé de cierto es que yo sigo tan candidato frustrado y pobre como
en mis días de beisbol.
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