En mis tiempos la
expresión era más común que en estos días. Se aplicaba a quien padecía de una
credulidad tan, pero tan exacerbada, que terminaba por ser patológicamente
idiota. En tales casos, la gente se revolvía en su silla y pensaba que el
crédulo en cuestión tenía un ataque agudo de coprofagia. Por supuesto que la
idea se expresaba con un coloquialismo mucho más colorido y expresivo que esa
palabreja que acabo de usar.
Pero es que hay
gente que se cree cualquier cosa. ¿Quien no se enteró con alarma de que el
gobierno nacional se disponía a prohibir los teteros? Más de uno se paseó por
una Venezuela cuyas madres desesperadamente intentaban hacerse de un
tetero como el que usaba Jane para alimentar a Boy, en la prehistoria de
Tarzán. No en balde en ese Tarzan de Johnny Weissmuller, hay una descarada
promoción de los sustitutos de la leche materna. Al fin y al cabo ni Boy era
hijo de Tarzán, ni Jane sabía para qué servían las tetas. Y la leche seguramente
venia de una elefanta o una cebra, vaya usted a saber.
Lo cierto es que la
oposición venezolana, con su demostrada habilidad para correr bolas, convirtió
una iniciativa tan loable como la de estimular la lactancia materna, en una paranoia
según la cual nuestros niños morirían de hambre uno tras otro, puesto que la
noble, solidaria y desinteresada Nestlé desaparecería de los anaqueles de
farmacias y supermercados.
Sucede lo mismo con
el rumor, no tan corrido como el anterior, según el cual se prohibió a Mercal, a
Pdval y a los propios supermercados, vender alimentos a los indocumentados. Así
pues, un gobierno que ha tenido a lo largo de su desempeño una notoria política
de protección y respeto por esa parte de la población, decide un día matarla de
hambre. Lo grave es que nunca falta un gerente cabeza cuadrada que ponga en
efecto la medida que nadie le ordenó. Lo que sí falta es una autoridad que de modo
claro y ostensible desmienta semejante patraña.
La credulidad no es
privativa de un segmento de la población ni de un ámbito específico de la vida
nacional. Basta con pensar, por ejemplo, en que aún hay quien cree que FAPUV,
es decir, la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios de
Venezuela, realmente representa a los docentes de las universidades, que
practica la más escrupulosa democracia y que además está interesadísima en la
defensa de la academia y la investigación. Lo cierto es que FAPUV es un
elefante blanco, con perdón de los elefantes, que cobra vida cada dos o tres
años, para repetir el cuento según el cual ellos ni son políticos ni tienen
otro interés que la defensa de los derechos de los universitarios. Para cumplir
con ese apostolado, FAPUV adora a un dios llamado Normas de Homologación,
divinidad que no ha hecho un solo milagro desde que se le conoce, salvo el de
mantener a la misma junta directiva por diez años, y con aspiración de quedarse
unos diez años más.
La credulidad per se
no lo convierte a uno en tonto, pero cómo ayuda. Una saludable desconfianza construye
una visión más atinada de los que sucede en nuestro entorno. Al fin y al cabo, no descreer solo ayuda cuando se lee una novela o se mira una película,
Coleridge dixit.
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