La oposición está
ofendida. Le parece un despropósito que se la califique de fascista. Reacciona apropiándose
del discurso del chavismo, cosa que ha aprendido a hacer muy bien, y devuelve
el golpe en términos idénticos calificando de fascista al gobierno.
Preguntémonos, para
beneficio de los confundidos, ¿dónde está el fascismo?
Como se sabe, al
fascismo recurren las oligarquías cuando su control del Estado y de la economía
ya no puede mantenerse bajo formas de gobierno más o menos edulcoradas y revestidas
de democracia.
El fascismo es elitista,
violento e imperialista per se, pero no podría sostenerse y avanzar si no fuese
por uno de sus fundamentos esenciales, el
que lo define por naturaleza, es decir, el racismo y la discriminación. Al
fascismo le es inevitable dividir a la humanidad en dos porciones desiguales:
nosotros, los buenos, inteligentes y bellos; y ustedes, estúpidos, feos y
tierruos.
Sucedió en la Italia
de Mussolini y en la Alemania nazi de manera exponencial y, al final,
catastrófica, pero sigue ocurriendo aún hoy en muchos países, y Venezuela no es
en esto una excepción.
Desde sus inicios,
el discurso antichavista se revistió de racismo y de discriminación. Chávez fue
siempre, a los ojos de lo más recalcitrante de la élite opositora, un zambo
ignaro, un indio feo e inculto que no cumplía, ni de lejos, con los parámetros
de belleza y de blancura indispensables, según ellos, para ser presidente.
Por extensión, ser
chavista equivale a tierruo, muerto de hambre, vendido y alcohólico. ¿Puede la
oposición negar que son esos los términos con los que reiteradamente, durante años, se han referido a los chavistas
desde editoriales y artículos de periódicos? Por no hablar de ciertos medios
digitales convertidos en verdaderas letrinas del insulto y el menosprecio.
El problema de
desdeñar al otro hasta esos extremos es que en algún momento tendrá efectos
prácticos. Y eso fue exactamente lo que sucedió con los hechos de violencia que
se desataron a raíz del desconocimiento de los resultados electorales por parte
de la oposición.
Si el otro no vale
nada o es una amenaza, eliminarlo es un mérito. Funcionó en la Alemania de
Hitler y funcionó aquí el 15 y el 16 de abril.
Ofendidos como
están, los voceros de la oposición reclaman que se les endilgue el calificativo
de fascistas, y para probar que no lo son, rechazan genéricamente la violencia.
Ninguno de ellos se pregunta, sin
embargo, por qué todos los muertos de esos dos días eran chavistas. A ninguno
le interesa escarbar un poco en su propio patio para descubrir de donde mana
esa furia que no se arredra al momento de quitarle la vida a un compatriota.
Quizás no les
interesa escarbar porque saben muy bien lo que encontrarán. No en balde han
pasado tres lustros sembrando desprecio y convenciendo a una parte de la población
de que la otra parte bien podría volver a la condición de invisibles que tenían
en otros tiempos cuando, piensan ellos, todo marchaba muy bien el país.
No hay siete
millones de fascistas en la oposición, eso es seguro. Hay en cambio en su
dirigencia una política que impulsa la violencia e indica, sin asomo de duda,
dónde está el fascismo.
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