miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Dónde está el fascismo?



La oposición está ofendida. Le parece un despropósito que se la califique de fascista. Reacciona apropiándose del discurso del chavismo, cosa que ha aprendido a hacer muy bien, y devuelve el golpe en términos idénticos calificando de fascista al gobierno.
Preguntémonos, para beneficio de los confundidos, ¿dónde está el fascismo?
Como se sabe, al fascismo recurren las oligarquías cuando su control del Estado y de la economía ya no puede mantenerse bajo formas de gobierno más o menos edulcoradas y revestidas de democracia.
El fascismo es elitista, violento e imperialista per se, pero no podría sostenerse y avanzar si no fuese por uno de sus  fundamentos esenciales, el que lo define por naturaleza, es decir, el racismo y la discriminación. Al fascismo le es inevitable dividir a la humanidad en dos porciones desiguales: nosotros, los buenos, inteligentes y bellos; y ustedes, estúpidos, feos y tierruos.
Sucedió en la Italia de Mussolini y en la Alemania nazi de manera exponencial y, al final, catastrófica, pero sigue ocurriendo aún hoy en muchos países, y Venezuela no es en esto una excepción.
Desde sus inicios, el discurso antichavista se revistió de racismo y de discriminación. Chávez fue siempre, a los ojos de lo más recalcitrante de la élite opositora, un zambo ignaro, un indio feo e inculto que no cumplía, ni de lejos, con los parámetros de belleza y de blancura indispensables, según ellos, para ser presidente.
Por extensión, ser chavista equivale a tierruo, muerto de hambre, vendido y alcohólico. ¿Puede la oposición negar que son esos los términos con los que reiteradamente,  durante años, se han referido a los chavistas desde editoriales y artículos de periódicos? Por no hablar de ciertos medios digitales convertidos en verdaderas letrinas del insulto y el menosprecio.
El problema de desdeñar al otro hasta esos extremos es que en algún momento tendrá efectos prácticos. Y eso fue exactamente lo que sucedió con los hechos de violencia que se desataron a raíz del desconocimiento de los resultados electorales por parte de la oposición.
Si el otro no vale nada o es una amenaza, eliminarlo es un mérito. Funcionó en la Alemania de Hitler y funcionó aquí el 15 y el 16 de abril.
Ofendidos como están, los voceros de la oposición reclaman que se les endilgue el calificativo de fascistas, y para probar que no lo son, rechazan genéricamente la violencia.  Ninguno de ellos se pregunta, sin embargo, por qué todos los muertos de esos dos días eran chavistas. A ninguno le interesa escarbar un poco en su propio patio para descubrir de donde mana esa furia que no se arredra al momento de quitarle la vida a un compatriota.
Quizás no les interesa escarbar porque saben muy bien lo que encontrarán. No en balde han pasado tres lustros sembrando desprecio y convenciendo a una parte de la población de que la otra parte bien podría volver a la condición de invisibles que tenían en otros tiempos cuando, piensan ellos, todo marchaba muy bien el país.
No hay siete millones de fascistas en la oposición, eso es seguro. Hay en cambio en su dirigencia una política que impulsa la violencia e indica, sin asomo de duda, dónde está el fascismo.






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