Solía yo tener un amigo
que se ufanaba de no abandonar nunca una sala de cine por muy mala que fuese la
película. Durante años hice mío ese principio, y en no pocas ocasiones me
amarré a la butaca desoyendo una vocecilla persistente que me susurraba al
oído: pare de sufrir.
No más. Hace tiempo
que me relevé a mí mismo de semejante obligación. De modo que cuando estoy
frente a una pantalla viendo algo como Argo, me bastan 15 minutos para decidir
si vale la pena seguir allí invirtiendo el
tiempo, cada vez más corto, que me queda para ver cosas que valgan la
pena en este mundo.
Para este asunto de
no perder tiempo, lo bueno del 99 por ciento del cine de Hollywood es su
carácter aristotélico. Es decir, una vez
visto el principio, uno sabe a ciencia cierta cómo sigue y cómo termina. En eso
de ser predecibles, las películas norteamericanas compiten ventajosamente con
cualquier telenovela de niño rico con madre malvada enamorado de muchacha pobre.
Y además están los
Oscars. A pesar del título de esta nota, no suele haber dilema en esos premios.
Con las excepciones del caso, terminan siendo una muy buena guía de lo que no
vale la pena ver. Me imagino a los sesudos miembros de esa academia decidiendo,
con una cartilla en la mano, cuales películas premiar. Esa cartilla ha de estar
llena de indicadores al estilo de: mejor persecución de carros; mejor y más
ruidosa explosión; número de personas ejecutadas a sangre fría por nuestro
héroe; y, por supuesto, la inevitable victoria de Occidente sobre los
criminales, crueles, sanguinarios y demás adjetivos aplicables a esa homogénea
y detestable parte de la humanidad conocida como los islamistas.
Que Hollywood esté involucrado
en el intento de construir un estereotipo según el cual los 1000 millones de musulmanes
son todos unos fundamentalistas prestos a atacar a Occidente, ya no sorprende a
nadie. Por ello, y más allá de cualquier antecedente histórico, películas como
Argo son absolutamente incapaces de abordar un evento cualquiera desde la
complejidad propia de los acontecimientos humanos. Muy por el contrario, suelen
sumarse a la propaganda oficial cuyo objetivo no es otro que preparar las
condiciones que permitan nuevas arremetidas como las invasiones a Irak y Libia.
Quien quiera familiarizarse con esa campaña de
satanización del Islam en sus distintas vertientes, prensa, cine, academia,
puede acercarse al ya viejo libro de Edward Said, publicado en castellano con
el título de Cubriendo el Islam. Said demuestra cómo se ha impuesto la idea de
que lo que está planteado es un choque de civilizaciones frente al cual debemos
decidir quién sobrevive, si ellos o nosotros. Con tal fin, se obvian todas las
posibles diferencias entre individuos, comunidades e incluso naciones, en aras
de crear un ellos genérico cuyo objetivo es destruir a un igualmente genérico
nosotros. Y si se trata de defendernos, entonces todo se vale, incluso la
tortura tan orgullosamente representada en ese otro bodrio cinematográfico
titulado La noche más oscura.
Tal vez sí hay algo
en Argo: la convicción de Hollywood de que somos tontos y nos tragamos todas
sus patrañas. Desgraciadamente, no pocas veces aciertan.