En otros tiempos se recalcaba
que nadie había de transitar por este mundo sin tener un hijo, plantar un árbol
y escribir un libro. El primer encargo
parece estar a salvo, dado que la placentera ceremonia que conduce a la
reproducción suele practicarse tan
profusamente, que si la humanidad ha de verse en peligro de extinción no será
por una merma dramática en la cosecha de niños.
En lo atinente al
árbol, no pareciera que el humilde acto al que invita atraiga hoy a mucha
gente. La acelerada desertificación del planeta es prueba irrefutable de que a
muy pocos les parece que la siembra de un bucare sea algo para vanagloriarse en
la vejez.
¿Y qué decir del
libro? Optemos por el lado optimista: si bien el mandato de escribir un libro
como fin existencial no parece estar muy en boga en estos tiempos, a cambio
puede notarse un incremento importante en la promoción de la lectura. Y nada de
malo hay en ello; al fin y al cabo Jorge Luis Borges solía afirmar que se
enorgullecía más de los libros que había leído que de aquellos que había
escrito.
Claro está que, como
todo, la promoción de la lectura tiene sus bemoles. Las editoriales privadas y
los grandes distribuidores, por ejemplo, están interesadísimos en que la gente
lea más, o por lo menos en que compre más libros. Algunos de ellos han llevado
a cabo ingeniosísimas campañas destinadas a estimular el acercamiento de la
población a los libros. Desafortunadamente, no siempre la eficiencia de las
campañas de promoción se corresponde con la calidad de lo que ofrecen. Si así
fuese, Paolo Coelho no sería uno de los autores más conocido del mundo y no
estaría recibiendo ingresos por más de sesenta millones de ejemplares vendidos.
Con relación a este
asunto de la lectura y la calidad de lo leído, recuerdo que hace muchos años le
comenté a una amiga norteamericana mi impresión de que en su país se leía
bastante, puesto que difícilmente se podía entrar a una casa sin tropezarse con
un buen número de libros. Sí, me contestó, leen bestsellers con el
mismo criterio con el que ven televisión, es decir, sin ningún criterio. Suele
decirse que leer cualquier cosa es mejor que no leer nada. Se podría en
principio estar de acuerdo con tal afirmación, aunque no es menos cierto que a
ese respecto podría darse una larga discusión de muy variadas aristas.
Por fortuna no
escasean los esfuerzos orientados a que la gente no solamente lea, sino a que
lea buenos libros. La internet es, en esta materia, la gran oportunidad y la
gran amenaza al mismo tiempo. A la par que aumentan los sitios desde los cuales
es posible descargar gratuitamente los textos que contienen íntegra la
tradición cultural de la humanidad, la internet promueve hábitos de lectura
espasmódicos que pocas veces excede de unas diez líneas antes de saltar al
próximo sitio.
Por ahora, los
libros impresos parecen ser nuestra mejor apuesta. Los venezolanos, además,
tenemos el privilegio de disponer, gracias a las ediciones del Estado, de una
oferta editorial creciente en el número de títulos y con un costo que, a
diferencia de otros países, nos permite acceder a ellos sin sobresalto alguno
de nuestro presupuesto. ¿Quién puede negar que, hoy por hoy, cualquier tour de
libros debe, forzosamente, incluir una visita a las Librerias del Sur?
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