lunes, 20 de mayo de 2024

Mar de fondo, mal de amores

 

 



Una historia de amor orienta, como causa eficiente, la anécdota de El Mar que me regalas de Jorge Rodríguez de la primera a la última página. Historia de amor que será, a un tiempo, eje simultáneo con el eje político, pues ambos conforman una verdadera cadena de ADN que, como dos espirales paralelas e inseparables, se mueven hacia un único horizonte.

Para protagonizar su novela, Jorge Rodríguez ha creado dos personajes entrañables que son, al menos en apariencia, los caracteres con menos complejidad intelectual del relato. Sujetos de un amor que se desenvuelve en un ambiente de extraordinaria violencia política, aparte de conformar una pareja que rompe con la normalidad del amor y el sexo hetero. Diversidad esta, por cierto, que el narrador describe con aceptación sin aspavientos, logrando con ello que pierda toda relevancia moral en el desarrollo de la historia.

Rodríguez personaliza la novela política hasta hacerla casi irreconocible, pero no hay que engañarse, El mar que me regalas es en esencia una novela política. A lo largo de toda la obra campea el halo de lo público. La historia contiene en abundancia elementos que suelen relacionarse con este tipo de novela, llámese denuncia de las desigualdades sociales, corrupción, represión, tortura, imperialismo o insurrección.

No obstante, solo hasta allí llegan las similitudes con la novela política tal como la conocemos. Quienes se sublevan aquí contra el status quo, por ejemplo, están lejos de encarnar al típico personaje insurgente. Los rebeldes de El mar que me regalas lo son por motivaciones estrictamente personales. Este detalle le añade complejidad a la trama y da lugar a una serie de eventos que dislocan la estructura tradicional de la novela política.

Los acontecimientos se precipitan gracias a la actuación de un pequeño grupo que se debate entre la ingenuidad y la inexperiencia; neófitos atrapados por un torbellino en el que se involucran casi como si fuera un juego, solo para verse arrastrados por la crueldad del engranaje que ponen en movimiento. Es esa ingenuidad la que determina, de paso, el desarrollo posterior de la novela. En el transcurso, el lector se enfrentará a circunstancias que parecieran no guardar relación alguna con la política, aunque, contradictoriamente, todo conduce al inevitable muro de la represión.

El carácter de novela policial que contagia a El mar que me regalas es otro detalle que aleja a este libro del típico relato político. Lo que podría haber tomado el cauce normal de la novela de investigación se ve, sin embargo, interrumpido por el hecho de que el supuesto crimen no tiene, dentro del texto, una norma universalmente aceptada que lo rija, sino que está sujeto al juicio ideológico que de él hagan los personajes involucrados y el propio lector. Este último se verá obligado a acompasar su lectura con los parámetros que paulatinamente se le suministran, parámetros siempre orientados hacia y por el trasfondo político. De modo que lo ocurrido puede, en efecto, ser un crimen, pero muy bien puede no serlo. Ambigüedad que obliga al lector a redirigir permanentemente su recepción de la anécdota, y, en particular, su valoración del trasfondo político que todo lo invade.

Así pues, la novela avanza de cuestionamiento en cuestionamiento. Se cuestiona el establishment; se cuestiona la racionalidad que, suponemos, debe gobernar el discurso de la novela policial; y se cuestiona, en fin, la idea de normalidad asociada con el amor heterosexual. Todo se subvierta en esta novela. Un proceso continuo de metamorfosis socava cualquier sustento sólido capaz de identificar la lógica que rige lo narrado. Ni siquiera el lenguaje ofrece un piso firme, pues pasa sin transición de un tono lírico de fina poesía al relato descarnado del sexo, como si de las mejores novelas eróticas se tratara, o a la narración casi cinematográfica de la tortura, que no evita detalle ni se para en sutilezas corteses con el lector.

El lenguaje da origen, además, a una fluidez narrativa que seduce al receptor y lo sumerge en ese estado de dependencia, que todos hemos experimentado, cuando solo es posible abandonar la lectura en la última página.

 

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sábado, 18 de mayo de 2024

Leonardo Padura: El hombre que amaba los perros. Para reconstruir a Trotski

 


Leonardo Padura, el novelista cubano, ha escrito una larga e intensa novela para hacer una reconstrucción de la vida y muerte de Trotski. Y digo reconstrucción porque si en algún género funciona aquello de que nuestra visión de la realidad es siempre una representación, que responde a nuestros intereses y experiencias, ese género, quintaesencia de la representación, es la novela. .

El Trotski de Padura se afianza en una reconstrucción que reivindica al personaje histórico sin medias tintas ni asomo de dudas. Para ello, la primera estrategia del novelista consiste en no aludir casi nunca a su criatura por el apellido con el que se le conoce en todo el mundo, y con el cual se identifica también el movimiento político al que dio origen, es decir, el Trotskismo. El personaje de Padura es casi invariablemente Liev Davidovich, lo que le da, desde la primera página, una dimensión humana, individual y de cercanía que predispone afectivamente al lector y le facilita coincidir con la visión del personaje que el narrador alienta a lo largo de su obra.

Digamos que hay dos instancias muy bien definida en esta novela: de un lado están los individuos y del otro lado están los sistemas políticos. Aunque sería mejor decirlo en singular: el sistema político.  Y ese sistema, al que se ataca demoledoramente en cada página es, por supuesto, el comunismo o, indiferentemente, el socialismo. Con los individuos, en cambio, Padura ha hecho un extraordinario trabajo de humanización, incluso con aquellos personajes que están muy lejos de coincidir con la valoración de los hechos históricos que, sin ambigüedad alguna expone, el narrador.

Ese trabajo de humanización alcanza también a Ramón Mercader, el asesino de Trotski, de quien, además de un casi ingenuo  fanatismo político, se nos describen sus inseguridades, sus afectos, sus dudas e, incluso, su arrepentimiento. De los otros personajes, entre los cuales hay que contar a Caridad, la madre de Mercader, no importa cuan abyecto nos parezca aquello que predican, siempre se nos acordará, como lectores, la posibilidad de creer que lo hacen todo de buena fe.

Y sin embargo la novela, más allá de su riqueza temática y de una narración fluida y cautivante, no escapa de un evidente maniqueísmo en el que, como ya se dijo, el mal encarna en el sistema político. En el caso de la Unión Soviética, el mal encarna en el sistema político que a su vez encarna en Stalin, casi el único personaje ontológicamente malvado de la novela. Cuando se trata de Cuba, en cambio, el sistema es un ente difuso, una especie de fuerza inasible y omnipresente que impacta hasta en los actos más elementales de los personajes.

El maniqueísmo, si se es un lector con cierta sensibilidad y experiencia, conduce inexorablemente a la duda y de allí a la curiosidad. Y no es menor mérito para una novela despertar la duda y la curiosidad: el afán de conocer mejor a ese Trotski tan inmaculadamente  representado en El hombre que amaba los perros; y el inevitable contraste con un Stalin tan universalmente condenado a la hoguera de la historia, y de quien las últimas encuestas realizadas en Rusia dicen que hay una notable revalorización, especialmente entre los jóvenes.

La novela, en cuanto género, no está obligada a dar todas las respuestas; su rol tiene que ver, antes bien, con desplegar incógnitas. Los personajes de la novela de Padura son literariamente creíbles y, no pocas veces, históricamente cuestionables. Ese cuestionamiento buscará orientarse por los vericuetos de la historia más allá de las causas y efectos fácilmente identificables en la propia narración de Padura. Y las respuestas a encontrar, en ese proceso de poner en duda lo que parecen verdades definitivas, no necesariamente coincidirán con lo que parece evidente en la narración misma.

Sólo una buena novela incita a su propio cuestionamiento.

 

En agosto nos vemos: cada vez menos palabras.

 

Algunos críticos, llenos de pruritos artificiosos, han rechazado la publicación póstuma de En agosto nos vemos, la que tal vez sea, definitivamente, la última novela de Gabriel García Márquez; salvo que quede alguna otra sorpresa en el baúl de los manuscritos. No hay un solo argumento válido en esas críticas. Sobre todo porque a estas alturas nada podrá desmejorar el sitial que la obra de García Márquez ostenta en el concierto de la literatura mundial. Ello significa que si En agosto nos vemos fuese un relato fallido, que no lo es, aún tendría un extraordinario valor documental.

Escrita con el característico estilo narrativo de García Márquez, la novela ostenta, además, una inédita concentración verbal, especialmente en las descripciones; causa, tal vez, de que cuente con tan pocas páginas. En este sentido, no es descabellado pensar que la brevedad de esta obra puede haber sido el motivo por el cual el escritor, según se dice, pidió a sus hijos que no la publicaran.

En agosto nos vemos no se da tiempo para representaciones minuciosas y recurre como alternativa a frases de certezas tajantes, verdaderos axiomas, para acercar al lector a situaciones y personajes. Si el narrador pretende referirse a la corrupción política, por ejemplo, le basta con aludir al “hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado”. Nada más. El resto es tarea a cargo del lector. El contexto que enmarca la anécdota necesita un mínimo de palabras, lo que permite al autor concentrarse en la peripecia de su casi único personaje: Ana Magdalena Bach.

Ese carácter axiomático permea todo el relato. Si se trata de mostrar la realidad física del personaje, se la enfrenta al espejo “con su rostro de madre otoñal”. En un momento determinado, otro ejemplo, Ana Magdalena “Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”. ¿Quién pondría en duda una sacralidad tan tajantemente establecida?

La novela se sostiene sobre unos cuantos encuentros amorosos del personaje, pero el narrador no se entretiene en la descripción de esos lances eróticos. Un rápido pincelazo es suficiente para enardecer la imaginación del lector: “Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola”.

Otro campo en el que García Márquez no hizo ahorro alguno es el de los intertextos, específicamente los musicales y los literarios, en lo que puede entenderse como un testimonio final acerca de la música y los libros que prefería.

Tradicionalmente, la crítica ha insistido en que la música es un elemento esencial en su obra, más aún, no ha faltado quien afirme que Cien años de soledad está escrita en ritmo de vallenato. Las referencias a la música “culta”, sin embargo, es un fenómeno que puede identificarse con carácter de elemento estructurante solo a partir de Memorias de mis putas tristes, la última novela publicada en vida del escritor.

Para ser una novela tan corta, En agosto nos vemos impresiona por la cantidad de compositores que desfilan por sus páginas. Chopin, Rajmáninov, Dvorak, Mozart, Schubert, Chausson, Chaikovski y unos cuantos más transitan indetenibles por estas páginas. Hay, sin embargo, una ausencia notable, la de Juan Sebastián Bach, su autor favorito según el crítico Cesar Coca. Una ausencia a medias, a decir verdad, pues llegados aquí descubrimos que no es mero accidente que el personaje principal de la obra se apellide Bach, lo que viene a ser un guiño al lector para dejar establecida, de una vez por todas, la importancia del referente musical en este relato.

Nada distinto sucede con las alusiones a novelistas. Ana Magdalena está siempre acompañada de un libro, y ese libro da pie para que García Márquez nos legue parte de su catálogo de preferencias literarias. Preferencias que incluyen, en este caso, a John Wyndham, Borges y Bioy Casares, Daniel Defoe y Ray Bradbury, entre otros, que marcan una paradigma literario a lo largo de En agosto nos vemos.

Lo cierto es que al salir de estas escasas páginas es imposible pensar que fue un error publicarlas o, menos aún, tiempo perdido la ocasión magnífica de leerlas.

 

HAPPY de Miguel Ángel Pérez Pirela: narrar desde lo íntimo

 

Happy, la última novela de Miguel Ángel Pérez Pirela,  incorpora, sin ocultamientos, la autobiografía y la crónica; y lo hace en un lenguaje que, a su vez, se mantiene en equilibrio entre una sintaxis que toma elementos del habla marabina y el uso estándar del idioma castellano.

Un conjunto de características del texto denotan su clara relación con la novela picaresca: en primer lugar, el tono festivo de sus páginas; un relato que se debate entre un narrador en tercera persona y una voz, la del personaje principal, Happy, que a ratos participa en lo narrado desde la primera persona; un protagonista reivindicado solo por cierta nobleza de espíritu que contrasta con su fracaso en cualquier otro aspecto material de la vida; y, en fin, una mirada crítica, desde esa nobleza de espíritu, a la frivolidad, las injusticias y demás vicios de la sociedad en la que se mueve.

Se ha dicho, medio en broma medio en serio, que el chisme es el fundamento de la novela. A pesar de la poca formalidad de tal propuesta, en Happy se cumple a cabalidad el axioma. En sus páginas se incluyen maledicencias, chismes, supersticiones, peleas domésticas y cualquier otro elemento de una cotidianidad definida por el caos. Y sin embargo,  cada uno de esos elementos se integra al relato de una manera homogénea, hasta el punto de convertirse en la representación de un microcosmos social, de un hecho cultural cargado de rasgos identitarios. Se trata, además, de la evocación afectiva del mundo de la infancia, a la vez perdido, revivido y metamorfoseado en discurso novelesco.

En ese camino, la novela apunta a una prosa marcada por la oralidad, lo que puede resultar casi natural si se toma en cuenta que el discurrir de la anécdota se ubica en la ciudad de Maracaibo. No es un secreto que el habla de Maracaibo se distingue notoriamente del castellano hablado en otras regiones del País por su entonación, su vocabulario y por la particularidad del voseo. Lo interesante en Happy  es que la representación del habla maracucha escapa a la versión pintoresquista o caricaturesca de quienes desde fuera del Estado Zulia Intentan imitarla.  La novela se orienta a una forma propia de  recuperación de lo oral, y es por demás llamativo que en sus páginas esté absolutamente ausente el uso del voseo. La búsqueda de la identidad lingüística se cumple, en cambio, mediante oraciones que se distancian de la lengua estándar por la manera como se construyen o por el tipo de vocabulario que incorporan. Un caso a señalar es el reiterado uso del demostrativo “ese”, con carácter de enfático, asociado a un sustantivo: la plaza esa, la nevera esa, el hombre ese. Ejemplos de este tipo abundan a lo largo de la novela.

Para reforzar ese intento de rescate, el narrador usa todo tipo de referentes culturales e idiosincrásicos, desde la incorporación de la letra de canciones, refranes o dichos locales hasta ubicaciones, comidas, etc. El uso de tales referentes no se le señala al lector de manera explícita, como sería el caso si se usaran comillas o cursivas. De hecho, esas incorporaciones corren el riesgo de no ser captadas por muchos lectores, lo que equivale a decir que algunas claves del texto exigen un lector cómplice, conocedor de los códigos allí incluidos. Siendo así, no cabe  duda de que el lector ideal de esta novela sería un lector maracucho, pero tal afirmación no le haría justicia a un texto que fluye armónicamente y cuya lectura resulta interesante y divertida  para quien sea que entre a sus páginas.

Una particular estrategia narrativa presente en Happy es la repetición literal de ciertos párrafos que describen ambientes o narran acciones, y que, como momentos de fuerza, contribuyen a reafirmar rasgos de carácter y de pertenencia a un entorno sociocultural. Se trata de una técnica de ritornello que permita al lector aprehender la condición social y las características  esenciales de los personajes allí incluidos.

En Happy la felicidad campea incluso en los momentos de quiebra económica o afectiva. El abordaje de la cotidianidad desde el humor rescata el mundo ideal de la infancia, donde no tiene cabida el sufrimiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mariana Enríquez: terror sí, miedo no

 

 

¿Puede haber terror sin miedo? Quizás, si se entiende por terror una etiqueta que se le endosa al texto literario y como miedo el efecto de ese texto sobre el ánimo del lector.

Sucede en Un lugar soleado para gente sombría de Mariana Enríquez. Las narraciones allí incluidas contienen con los elementos propios de la literatura de terror: fantasmas, ambientaciones tenebrosas, misterios, pero no dan miedo.

En este libro, lo sobrenatural, lo terrorífico parece ser siempre marginal. La historia se centra en los vivos y sus circunstancias, en la soledad, en las contradicciones y los miedos; pero no en el miedo a lo sobrenatural, sino en  miedos mucho más mundanos relacionados con las miserias del diario vivir.

Lo cierto es que los fantasmas y las aparentes situaciones sobrenaturales de los cuentos de Enríquez son demasiado cotidianas para infundir temor. Esa cotidianidad se evidencia en la actitud relajada con la que los vivos reconocen y aceptan la presencia de los muertos. Quizás porque son muertos que sufren, muertos solitarios y desorientados, que más que temor despiertan compasión. Pasa, por ejemplo, en el cuento “Mis muertos tristes” en el que la narradora asume el rol de consolar y tranquilizar a los aterrados fantasmas.

La cotidianidad está también asociada con los objetos. Una adolescente asesinada a tiros saca una foto de la narradora con “su Samsung fantasma”. “¿Dónde estará mi imagen?”, se pregunta la voz que narra.

El mundo de los vivos se hace presente, además, por la persistente abundancia de situaciones que solo a ellos atañe: una clase media fascistoide incapaz del menor acto de solidaridad; la desmitificación de la pureza y honestidad de los inmigrantes a quienes se descubre “pobres y ladronzuelos”; el abierto cinismo contra elementos de la cultura popular tan extendidos como el así llamado pensamiento positivo.

Los cuentos de terror clásicos no suelen pasearse por problemas que solo incumben a los vivos. Se enfocan, antes bien, en las situaciones sobrenaturales o extraordinarias que se suponen deben mover el ánimo del lector hacia el miedo y el espanto. Cuentos clásicos como los de Lovecraft si llegan a interesarse en el mundo de los vivos es, en todo caso, para describir la psicología de un personajes patológicamente interesado en el mundo de los muertos, pero no se involucran con un contexto en el que hay asomos de una realidad cotidiana que alcanza, por ejemplo, a las dictaduras militares o la pobreza, como sucede en los relatos de Enríquez.

De otro lado, estos cuentos son demasiado ambiguos al dibujar la relación de los personajes vivos con su contraparte de ultratumba. En general, no se alcanza a saber si son realmente presencias del más allá o producto de la imaginación del personaje vivo que narra; aunque también puede darse el caso contrario en el que sospechemos que quien narra es un fantasma que no sabe que está muerto y los observados son los agresivos vivientes que los visitan, como parece suceder en el cuento “Los pájaros de la noche”.

Las historias incluidas en el libro oscilan entre lo fantástico y lo maravilloso, de acuerdo con la definición que de ambos conceptos hizo el teórica búlgaro Tzvetan Todorov. Según las definiciones de Todorov, lo fantástico se caracterizaría por la incorporación de elementos que no pueden explicarse por las leyes naturales; mientras que lo maravilloso estaría constituido por hechos o personajes extraños, pero que a la larga podríamos explicar racionalmente.

Enríquez tampoco construye desenlaces sorprendentes y epifánicos que aclaren, tanto para sus propios personajes como para el lector, las diversas circunstancias que se desarrollan a lo largo de la narración. Sus finales contribuyen a mantener la ambigüedad que campea a todo lo largo del relato. El lector se encuentra entonces frente a un final abierto en el que asoma más de una causa probable para lo que acaba de leer.

O bien la narrativa de Mariana Enríquez redefine lo que solemos denominar literatura de terror o se requiere, según mi criterio, de una etiqueta distinta para caracterizar estos extraordinarios relatos.

                                                                         

Cruz Salmerón Acosta: un buen amor para morir

 


Por azar recibo un ejemplar del epistolario de Cruz Salmerón Acosta a su amada Conchita Bruzual, en edición cuidada y prologada por Alejandro Bruzual. Se trata, de la primera a la última línea, de un encuentro con el dolor y lo imposible.

Esperar la muerte en un lugar plagado de belleza es insólito y contradictorio; fue, no obstante, realidad cotidiana para el poeta en su Manicuare natal, con el Caribe resonando en las paredes de una casa cuya modesta hermosura no ocultó jamás su condición de reclusorio.

El azul profundo habrá herido los ojos del enfermo cada mañana. Un horizonte reverberante y movedizo, como si el universo se empeñara, con sus mejores galas, en la exhibición de la vida por medio del paisaje; en un entorno que fue no solo decorado, sino materia del alma.

Enfrentado a aquella confabulación vital, Cruz Salmerón Acosta espera la muerte. Enfermo de lepra, acrecienta la quimera de una improbable curación, de un tratamiento recién descubierto,  un milagro tal vez. Espera y se sumerge en la bañera rústica que su padre ha hecho construir para el intento de aquietar la picazón que nunca cesa.

Una vida hecha de impaciencia y alguna esperanza.

Esperanza, cada vez más remota, que tratará de trasmitir a Conchita: “En todo sonido que se produce creo oír algo de la música de tu voz: en el vuelo de la brisa, en el gorjeo del ave, en el beso de la espuma, y el rayo de sol que se deshila en las cumbres”.

Esas líneas que se esfuerzan por transmitir entusiasmo están destinadas a la novia lejana y también a sí mismo. Un animarse al coraje, el intento desesperado de crear un futuro, imaginar un destino común, la inalcanzable felicidad entrevista. No logra, sin embargo,  engañarse. La conciencia es un estado detestable. Sueña y alucina, y no evita expresarlo: “Estoy aprendiendo a hacer de mi vida un sueño agradable y ya estoy como bajo la influencia de una alucinación amorosa: siempre te estoy viendo y sintiendo junto a mí.”

Pero la evidencia pesa demasiado. El progreso inocultable del mal y la certeza de la muerte inminente copan lo que le queda de vida y se manifiestan por medio de la escritura.

En “Azul”, quizás su soneto más conocido, deja asentada la imposibilidad de su amor. A ese omnipresente azul le recrimina:

Sólo me angustias cuando sufro antojo

de besar el azul de aquellos ojos

que nunca más contemplarán los míos.

 

El nunca más se perfecciona al cierre de una sus últimas cartas con un acto de entrega a lo definitivo: “No sé por qué esta despedida derrama esa emocionante melancolía que dejan los últimos adioses”.

Leer a Salmerón Acosta es leer su tragedia. En pocos escritores la conjunción de vida y obra es tan dramáticamente compacta; en poquísimos es tan eficiente el mecanismo que hunde al lector en la dolorosa estancia vital del poeta.

Decía Borges que la única posibilidad de sobreponerse a la inminencia de la muerte reside en el ardid de vivir, hasta el último instante, como si fuésemos inmortales, un ardid negado a Salmerón. Tocado de muerte, es autor y personaje a un tiempo, y es así como, fatalmente, podemos leerlo.

Cuenta Alejandro Bruzual que su tía abuela Conchita fue fiel a Salmerón hasta el momento de su muerte, muchos años después del fallecimiento del poeta. Salmerón vislumbraría esa fidelidad como la única vía de sobrevivir a su trágico destino; una fidelidad a la que aludió y exigió reiteradamente en su correspondencia; una fidelidad que cierra el círculo de la idealización, carne de un amor que durante años viajó, al cobijo de sobres postales, de Manicuare a Cumaná.

 

Cósimo Mandrillo