sábado, 18 de mayo de 2024

En agosto nos vemos: cada vez menos palabras.

 

Algunos críticos, llenos de pruritos artificiosos, han rechazado la publicación póstuma de En agosto nos vemos, la que tal vez sea, definitivamente, la última novela de Gabriel García Márquez; salvo que quede alguna otra sorpresa en el baúl de los manuscritos. No hay un solo argumento válido en esas críticas. Sobre todo porque a estas alturas nada podrá desmejorar el sitial que la obra de García Márquez ostenta en el concierto de la literatura mundial. Ello significa que si En agosto nos vemos fuese un relato fallido, que no lo es, aún tendría un extraordinario valor documental.

Escrita con el característico estilo narrativo de García Márquez, la novela ostenta, además, una inédita concentración verbal, especialmente en las descripciones; causa, tal vez, de que cuente con tan pocas páginas. En este sentido, no es descabellado pensar que la brevedad de esta obra puede haber sido el motivo por el cual el escritor, según se dice, pidió a sus hijos que no la publicaran.

En agosto nos vemos no se da tiempo para representaciones minuciosas y recurre como alternativa a frases de certezas tajantes, verdaderos axiomas, para acercar al lector a situaciones y personajes. Si el narrador pretende referirse a la corrupción política, por ejemplo, le basta con aludir al “hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado”. Nada más. El resto es tarea a cargo del lector. El contexto que enmarca la anécdota necesita un mínimo de palabras, lo que permite al autor concentrarse en la peripecia de su casi único personaje: Ana Magdalena Bach.

Ese carácter axiomático permea todo el relato. Si se trata de mostrar la realidad física del personaje, se la enfrenta al espejo “con su rostro de madre otoñal”. En un momento determinado, otro ejemplo, Ana Magdalena “Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”. ¿Quién pondría en duda una sacralidad tan tajantemente establecida?

La novela se sostiene sobre unos cuantos encuentros amorosos del personaje, pero el narrador no se entretiene en la descripción de esos lances eróticos. Un rápido pincelazo es suficiente para enardecer la imaginación del lector: “Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola”.

Otro campo en el que García Márquez no hizo ahorro alguno es el de los intertextos, específicamente los musicales y los literarios, en lo que puede entenderse como un testimonio final acerca de la música y los libros que prefería.

Tradicionalmente, la crítica ha insistido en que la música es un elemento esencial en su obra, más aún, no ha faltado quien afirme que Cien años de soledad está escrita en ritmo de vallenato. Las referencias a la música “culta”, sin embargo, es un fenómeno que puede identificarse con carácter de elemento estructurante solo a partir de Memorias de mis putas tristes, la última novela publicada en vida del escritor.

Para ser una novela tan corta, En agosto nos vemos impresiona por la cantidad de compositores que desfilan por sus páginas. Chopin, Rajmáninov, Dvorak, Mozart, Schubert, Chausson, Chaikovski y unos cuantos más transitan indetenibles por estas páginas. Hay, sin embargo, una ausencia notable, la de Juan Sebastián Bach, su autor favorito según el crítico Cesar Coca. Una ausencia a medias, a decir verdad, pues llegados aquí descubrimos que no es mero accidente que el personaje principal de la obra se apellide Bach, lo que viene a ser un guiño al lector para dejar establecida, de una vez por todas, la importancia del referente musical en este relato.

Nada distinto sucede con las alusiones a novelistas. Ana Magdalena está siempre acompañada de un libro, y ese libro da pie para que García Márquez nos legue parte de su catálogo de preferencias literarias. Preferencias que incluyen, en este caso, a John Wyndham, Borges y Bioy Casares, Daniel Defoe y Ray Bradbury, entre otros, que marcan una paradigma literario a lo largo de En agosto nos vemos.

Lo cierto es que al salir de estas escasas páginas es imposible pensar que fue un error publicarlas o, menos aún, tiempo perdido la ocasión magnífica de leerlas.

 

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