Por azar recibo un
ejemplar del epistolario de Cruz Salmerón Acosta a su amada Conchita Bruzual,
en edición cuidada y prologada por Alejandro Bruzual. Se trata, de la primera a
la última línea, de un encuentro con el dolor y lo imposible.
Esperar la muerte en un
lugar plagado de belleza es insólito y contradictorio; fue, no obstante,
realidad cotidiana para el poeta en su Manicuare natal, con el Caribe resonando
en las paredes de una casa cuya modesta hermosura no ocultó jamás su condición
de reclusorio.
El azul profundo habrá
herido los ojos del enfermo cada mañana. Un horizonte reverberante y movedizo,
como si el universo se empeñara, con sus mejores galas, en la exhibición de la
vida por medio del paisaje; en un entorno que fue no solo decorado, sino
materia del alma.
Enfrentado a aquella
confabulación vital, Cruz Salmerón Acosta espera la muerte. Enfermo de lepra,
acrecienta la quimera de una improbable curación, de un tratamiento recién descubierto, un milagro tal vez. Espera y se sumerge en la
bañera rústica que su padre ha hecho construir para el intento de aquietar la picazón
que nunca cesa.
Una vida hecha de
impaciencia y alguna esperanza.
Esperanza, cada vez más
remota, que tratará de trasmitir a Conchita: “En todo sonido que se produce
creo oír algo de la música de tu voz: en el vuelo de la brisa, en el gorjeo del
ave, en el beso de la espuma, y el rayo de sol que se deshila en las cumbres”.
Esas líneas que se
esfuerzan por transmitir entusiasmo están destinadas a la novia lejana y
también a sí mismo. Un animarse al coraje, el intento desesperado de crear un
futuro, imaginar un destino común, la inalcanzable felicidad entrevista. No
logra, sin embargo, engañarse. La conciencia
es un estado detestable. Sueña y alucina, y no evita expresarlo: “Estoy
aprendiendo a hacer de mi vida un sueño agradable y ya estoy como bajo la
influencia de una alucinación amorosa: siempre te estoy viendo y sintiendo
junto a mí.”
Pero la evidencia pesa
demasiado. El progreso inocultable del mal y la certeza de la muerte inminente
copan lo que le queda de vida y se manifiestan por medio de la escritura.
En “Azul”, quizás su
soneto más conocido, deja asentada la imposibilidad de su amor. A ese
omnipresente azul le recrimina:
Sólo me angustias cuando
sufro antojo
de besar el azul de aquellos
ojos
que nunca más contemplarán
los míos.
El
nunca más se perfecciona al cierre de una sus últimas cartas con un acto de
entrega a lo definitivo: “No sé por qué esta despedida
derrama esa emocionante melancolía que dejan los últimos adioses”.
Leer a Salmerón Acosta es leer su
tragedia. En pocos escritores la conjunción de vida y obra es tan dramáticamente
compacta; en poquísimos es tan eficiente el mecanismo que hunde al lector en la
dolorosa estancia vital del poeta.
Decía Borges que la única posibilidad de
sobreponerse a la inminencia de la muerte reside en el ardid de vivir, hasta el
último instante, como si fuésemos inmortales, un ardid negado a Salmerón. Tocado
de muerte, es autor y personaje a un tiempo, y es así como, fatalmente, podemos
leerlo.
Cuenta Alejandro Bruzual que su tía
abuela Conchita fue fiel a Salmerón hasta el momento de su muerte, muchos años
después del fallecimiento del poeta. Salmerón vislumbraría esa fidelidad como
la única vía de sobrevivir a su trágico destino; una fidelidad a la que aludió
y exigió reiteradamente en su correspondencia; una fidelidad que cierra el círculo
de la idealización, carne de un amor que durante años viajó, al cobijo de
sobres postales, de Manicuare a Cumaná.
Cósimo Mandrillo
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