sábado, 18 de mayo de 2024

Cruz Salmerón Acosta: un buen amor para morir

 


Por azar recibo un ejemplar del epistolario de Cruz Salmerón Acosta a su amada Conchita Bruzual, en edición cuidada y prologada por Alejandro Bruzual. Se trata, de la primera a la última línea, de un encuentro con el dolor y lo imposible.

Esperar la muerte en un lugar plagado de belleza es insólito y contradictorio; fue, no obstante, realidad cotidiana para el poeta en su Manicuare natal, con el Caribe resonando en las paredes de una casa cuya modesta hermosura no ocultó jamás su condición de reclusorio.

El azul profundo habrá herido los ojos del enfermo cada mañana. Un horizonte reverberante y movedizo, como si el universo se empeñara, con sus mejores galas, en la exhibición de la vida por medio del paisaje; en un entorno que fue no solo decorado, sino materia del alma.

Enfrentado a aquella confabulación vital, Cruz Salmerón Acosta espera la muerte. Enfermo de lepra, acrecienta la quimera de una improbable curación, de un tratamiento recién descubierto,  un milagro tal vez. Espera y se sumerge en la bañera rústica que su padre ha hecho construir para el intento de aquietar la picazón que nunca cesa.

Una vida hecha de impaciencia y alguna esperanza.

Esperanza, cada vez más remota, que tratará de trasmitir a Conchita: “En todo sonido que se produce creo oír algo de la música de tu voz: en el vuelo de la brisa, en el gorjeo del ave, en el beso de la espuma, y el rayo de sol que se deshila en las cumbres”.

Esas líneas que se esfuerzan por transmitir entusiasmo están destinadas a la novia lejana y también a sí mismo. Un animarse al coraje, el intento desesperado de crear un futuro, imaginar un destino común, la inalcanzable felicidad entrevista. No logra, sin embargo,  engañarse. La conciencia es un estado detestable. Sueña y alucina, y no evita expresarlo: “Estoy aprendiendo a hacer de mi vida un sueño agradable y ya estoy como bajo la influencia de una alucinación amorosa: siempre te estoy viendo y sintiendo junto a mí.”

Pero la evidencia pesa demasiado. El progreso inocultable del mal y la certeza de la muerte inminente copan lo que le queda de vida y se manifiestan por medio de la escritura.

En “Azul”, quizás su soneto más conocido, deja asentada la imposibilidad de su amor. A ese omnipresente azul le recrimina:

Sólo me angustias cuando sufro antojo

de besar el azul de aquellos ojos

que nunca más contemplarán los míos.

 

El nunca más se perfecciona al cierre de una sus últimas cartas con un acto de entrega a lo definitivo: “No sé por qué esta despedida derrama esa emocionante melancolía que dejan los últimos adioses”.

Leer a Salmerón Acosta es leer su tragedia. En pocos escritores la conjunción de vida y obra es tan dramáticamente compacta; en poquísimos es tan eficiente el mecanismo que hunde al lector en la dolorosa estancia vital del poeta.

Decía Borges que la única posibilidad de sobreponerse a la inminencia de la muerte reside en el ardid de vivir, hasta el último instante, como si fuésemos inmortales, un ardid negado a Salmerón. Tocado de muerte, es autor y personaje a un tiempo, y es así como, fatalmente, podemos leerlo.

Cuenta Alejandro Bruzual que su tía abuela Conchita fue fiel a Salmerón hasta el momento de su muerte, muchos años después del fallecimiento del poeta. Salmerón vislumbraría esa fidelidad como la única vía de sobrevivir a su trágico destino; una fidelidad a la que aludió y exigió reiteradamente en su correspondencia; una fidelidad que cierra el círculo de la idealización, carne de un amor que durante años viajó, al cobijo de sobres postales, de Manicuare a Cumaná.

 

Cósimo Mandrillo

 

 

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