sábado, 18 de mayo de 2024

Leonardo Padura: El hombre que amaba los perros. Para reconstruir a Trotski

 


Leonardo Padura, el novelista cubano, ha escrito una larga e intensa novela para hacer una reconstrucción de la vida y muerte de Trotski. Y digo reconstrucción porque si en algún género funciona aquello de que nuestra visión de la realidad es siempre una representación, que responde a nuestros intereses y experiencias, ese género, quintaesencia de la representación, es la novela. .

El Trotski de Padura se afianza en una reconstrucción que reivindica al personaje histórico sin medias tintas ni asomo de dudas. Para ello, la primera estrategia del novelista consiste en no aludir casi nunca a su criatura por el apellido con el que se le conoce en todo el mundo, y con el cual se identifica también el movimiento político al que dio origen, es decir, el Trotskismo. El personaje de Padura es casi invariablemente Liev Davidovich, lo que le da, desde la primera página, una dimensión humana, individual y de cercanía que predispone afectivamente al lector y le facilita coincidir con la visión del personaje que el narrador alienta a lo largo de su obra.

Digamos que hay dos instancias muy bien definida en esta novela: de un lado están los individuos y del otro lado están los sistemas políticos. Aunque sería mejor decirlo en singular: el sistema político.  Y ese sistema, al que se ataca demoledoramente en cada página es, por supuesto, el comunismo o, indiferentemente, el socialismo. Con los individuos, en cambio, Padura ha hecho un extraordinario trabajo de humanización, incluso con aquellos personajes que están muy lejos de coincidir con la valoración de los hechos históricos que, sin ambigüedad alguna expone, el narrador.

Ese trabajo de humanización alcanza también a Ramón Mercader, el asesino de Trotski, de quien, además de un casi ingenuo  fanatismo político, se nos describen sus inseguridades, sus afectos, sus dudas e, incluso, su arrepentimiento. De los otros personajes, entre los cuales hay que contar a Caridad, la madre de Mercader, no importa cuan abyecto nos parezca aquello que predican, siempre se nos acordará, como lectores, la posibilidad de creer que lo hacen todo de buena fe.

Y sin embargo la novela, más allá de su riqueza temática y de una narración fluida y cautivante, no escapa de un evidente maniqueísmo en el que, como ya se dijo, el mal encarna en el sistema político. En el caso de la Unión Soviética, el mal encarna en el sistema político que a su vez encarna en Stalin, casi el único personaje ontológicamente malvado de la novela. Cuando se trata de Cuba, en cambio, el sistema es un ente difuso, una especie de fuerza inasible y omnipresente que impacta hasta en los actos más elementales de los personajes.

El maniqueísmo, si se es un lector con cierta sensibilidad y experiencia, conduce inexorablemente a la duda y de allí a la curiosidad. Y no es menor mérito para una novela despertar la duda y la curiosidad: el afán de conocer mejor a ese Trotski tan inmaculadamente  representado en El hombre que amaba los perros; y el inevitable contraste con un Stalin tan universalmente condenado a la hoguera de la historia, y de quien las últimas encuestas realizadas en Rusia dicen que hay una notable revalorización, especialmente entre los jóvenes.

La novela, en cuanto género, no está obligada a dar todas las respuestas; su rol tiene que ver, antes bien, con desplegar incógnitas. Los personajes de la novela de Padura son literariamente creíbles y, no pocas veces, históricamente cuestionables. Ese cuestionamiento buscará orientarse por los vericuetos de la historia más allá de las causas y efectos fácilmente identificables en la propia narración de Padura. Y las respuestas a encontrar, en ese proceso de poner en duda lo que parecen verdades definitivas, no necesariamente coincidirán con lo que parece evidente en la narración misma.

Sólo una buena novela incita a su propio cuestionamiento.

 

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