Leonardo Padura, el
novelista cubano, ha escrito una larga e intensa novela para hacer una
reconstrucción de la vida y muerte de Trotski. Y digo reconstrucción porque si
en algún género funciona aquello de que nuestra visión de la realidad es
siempre una representación, que responde a nuestros intereses y experiencias,
ese género, quintaesencia de la representación, es la novela. .
El Trotski de Padura se
afianza en una reconstrucción que reivindica al personaje histórico sin medias
tintas ni asomo de dudas. Para ello, la primera estrategia del novelista consiste
en no aludir casi nunca a su criatura por el apellido con el que se le conoce en
todo el mundo, y con el cual se identifica también el movimiento político al
que dio origen, es decir, el Trotskismo. El personaje de Padura es casi
invariablemente Liev Davidovich, lo que le da, desde la primera página, una
dimensión humana, individual y de cercanía que predispone afectivamente al
lector y le facilita coincidir con la visión del personaje que el narrador alienta
a lo largo de su obra.
Digamos que hay dos
instancias muy bien definida en esta novela: de un lado están los individuos y
del otro lado están los sistemas políticos. Aunque sería mejor decirlo en
singular: el sistema político. Y ese
sistema, al que se ataca demoledoramente en cada página es, por supuesto, el
comunismo o, indiferentemente, el socialismo. Con los individuos, en cambio,
Padura ha hecho un extraordinario trabajo de humanización, incluso con aquellos
personajes que están muy lejos de coincidir con la valoración de los hechos
históricos que, sin ambigüedad alguna expone, el narrador.
Ese trabajo de
humanización alcanza también a Ramón Mercader, el asesino de Trotski, de quien,
además de un casi ingenuo fanatismo
político, se nos describen sus inseguridades, sus afectos, sus dudas e,
incluso, su arrepentimiento. De los otros personajes, entre los cuales hay que
contar a Caridad, la madre de Mercader, no importa cuan abyecto nos parezca
aquello que predican, siempre se nos acordará, como lectores, la posibilidad de
creer que lo hacen todo de buena fe.
Y sin embargo la novela,
más allá de su riqueza temática y de una narración fluida y cautivante, no
escapa de un evidente maniqueísmo en el que, como ya se dijo, el mal encarna en
el sistema político. En el caso de la Unión Soviética, el mal encarna en el
sistema político que a su vez encarna en Stalin, casi el único personaje
ontológicamente malvado de la novela. Cuando se trata de Cuba, en cambio, el
sistema es un ente difuso, una especie de fuerza inasible y omnipresente que
impacta hasta en los actos más elementales de los personajes.
El maniqueísmo, si se es
un lector con cierta sensibilidad y experiencia, conduce inexorablemente a la
duda y de allí a la curiosidad. Y no es menor mérito para una novela despertar
la duda y la curiosidad: el afán de conocer mejor a ese Trotski tan inmaculadamente representado en El hombre que amaba los
perros; y el inevitable contraste con un Stalin tan universalmente condenado a
la hoguera de la historia, y de quien las últimas encuestas realizadas en Rusia
dicen que hay una notable revalorización, especialmente entre los jóvenes.
La novela, en cuanto
género, no está obligada a dar todas las respuestas; su rol tiene que ver,
antes bien, con desplegar incógnitas. Los personajes de la novela de Padura son
literariamente creíbles y, no pocas veces, históricamente cuestionables. Ese
cuestionamiento buscará orientarse por los vericuetos de la historia más allá
de las causas y efectos fácilmente identificables en la propia narración de
Padura. Y las respuestas a encontrar, en ese proceso de poner en duda lo que
parecen verdades definitivas, no necesariamente coincidirán con lo que parece
evidente en la narración misma.
Sólo una buena novela
incita a su propio cuestionamiento.
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