viernes, 14 de diciembre de 2012
¿Sin Chávez?
Nunca fue tan inútil como ahora esa preposición “sin” y su significado de carencia. No hay en este momento, y con seguridad no lo habrá por mucho tiempo, una Venezuela sin Chávez. En primer lugar, porque la vitalidad del presidente, su sentido de compromiso, el auto impuesto deber de encaminar de modo sólido e irreversible esta aún incipiente revolución, pueden servir de catapulta a una mejoría física, contra todos los pronósticos y malos augurios del ala más patológica de la oposición.
Pero si así no fuere, ¿quien será el desencaminado capaz de pensar que Chávez, su recuerdo, su inspiración, sus propuestas políticas y su capacidad de infiltrarse en el tejido íntimo y amoroso del pueblo desaparecerían como por arte de magia si él llegase a faltar? Sus catorce años de gobierno han servido para infinidad de logros: disminuir la pobreza, aumentar descomunalmente los índices de escolaridad, generar un movimiento integrador en toda Latinoamérica, convertir a Venezuela en un país de referencia en el mundo; pero, a no dudarlo, lo más contundente de esa acción de gobierno es haber insuflado en las grandes mayorías del país la conciencia de su derecho a participar activamente en la definición de su futuro. El fenómeno que solemos designar con los vocablos incluir o visibilizar, no importa cuan intangible sea, es al mismo tiempo lo más concreto y actuante del proceso político iniciado por Chávez. Y eso, además, no es pasible de abolición por ningún decreto. Un muy improbable gobierno de la derecha podría echar atrás muchos de los logros de la revolución, las misiones por ejemplo, pero no podría borrar de la mente y el alma del pueblo la conciencia de sus derechos, su hábito de participar en la toma de decisiones, su disposición a exigir lo que le corresponde.
Significa que la figura de Chávez, sus ideas y propuestas, y sobretodo su estilo de hacer política, pervivirían mucho más allá de su existencia física y seguirían gravitando decididamente sobre el acontecer nacional, sus organizaciones partidista y sociales y, de manera especial, en la conciencia de un pueblo que lo convertiría en el icono de sus esperanzas de redención.
De modo que la expresión “hay Chávez para rato” debe interpretarse no solo como anticipación de una deseable mejoría física y el consiguiente retorno a la conducción del gobierno; esa fórmula expresa igualmente la certeza de la permanencia histórica de un individuo que, como los grandes catalizadores del devenir humano, dividen el tiempo en un antes y un después de su propia participación en los destinos del colectivo.
A esa oposición deslenguada y francamente enferma, que anuncia con euforia celebraciones y brindis ante la eventual desaparición física del presidente, no le vendría mal reflexionar un poco acerca de si prefiere vérselas con un Chávez de carne y hueso o con uno en trance de inmortalidad.
viernes, 7 de diciembre de 2012
El placer de sentirse inferior
De
las diversas estrategias desarrolladas por el capitalismo para amansar al género
humano, la de estimular el placer perverso de sentirse inferior no es la última. Basta un poco de atención para apercibirse de hasta qué
punto el mensaje de que somos unos don nadie ha llegado a ser usado como un
medio para lograr un placer abiertamente masoquista.
Ejemplos sobran. ¿Quién no ha visto alguna vez esos
programas de televisión donde nos
muestran las fabulosas mansiones de millonarios a cuyo estilo de vida no
podemos siquiera soñar con acercarnos?
Los sociólogos de la comunicación, y algunos otros
expertos en materia de propaganda, nos asegurarán que el propósito de tales
programas es reafirmar una visión del mundo, un concepto de la vida basado en
que quien más tiene es más feliz, de modo que todos nos esforcemos por llegar
al nirvana del consumo y la propiedad.
Pero lo cierto es que, a estas alturas de la historia,
el 99.99 por ciento de la humanidad sabe que su posibilidad
de acercarse a ese nivel de vida es absolutamente nula. Vale decir que tales
programas transmiten, simultáneamente, el mensaje de que hay unos verdaderos
privilegiados que viven como dioses en tanto que nuestra única opción de
participar en ese cielo inalcanzable es una envidia contemplativa que se
resuelve, en la mayoría de los casos, a través de la pantalla del televisor.
Pero si se quiere un escenario de participación más
directa en este asunto de la inferioridad, basta con ubicarse en alguno de esos
países en los cuales, contra todo pronóstico histórico y político, se mantiene,
aún hoy, la monarquía. ¿Sirven hoy reyes
y reinas, príncipes y princesas, duques y duquesas, infantes e infantas, para
algo más que tenerles envidia? Porque, bien visto, es difícil no envidiar a
unos individuos sin trabajo que viven como si de su existencia dependiese el
destino del universo. En la lógica macabra del terror que con tanto ahínco
cultivan los medios contemporáneos, dos grandes peligros parecieran cernirse
hoy sobre el género humano: el impacto de un meteoro gigante contra nuestro
planeta y la desaparición de la monarquía.
Quien se dé una vuelta por España, solo a tenor de
ejemplo, no dejará de sorprenderse de hasta qué punto la llamada familia real
está presente en la cotidianidad de cada español. Y no por razones atinentes a
la vida del colectivo, a su importancia política, a su rol dirigente, sino gracias
a esa especie de reality show donde
despliegan, de forma continua e inacabable sus habilidades histriónicas, y
cuyos expectantes espectadores son los miembros de una plebe agradecida por
contar con un grupo de individuos, a quienes la sociedad mantiene a cuerpo de
rey, literalmente dicho, con la única finalidad de que ocupen las páginas de la
revista Hola.
Desde esas páginas, y de decenas de otros medios de
comunicación, se desprende la parafernalia existencial que todo plebeyo está en
la obligación de envidiar. No importa con cuanta conciencia se despliegue esa
envidia, lo cierto es que con asuntos como la monarquía, al igual que con el
papado, la voluntad divina de su existencia sigue tan vigente como en la Edad Media.
Ningún otro razonamiento puede justificar su permanencia en estos tiempos de
tanto discurso democratizante y de tanto escepticismo. Salvo, claro está, el
sutil pero eficiente placer de sentirse inferior.
miércoles, 7 de noviembre de 2012
Los nombres de Chávez
La oposición ha
intentado tenazmente dar con un apodo que describa al presidente desde el
estereotipo que por años han querido construirle. No le faltan motivos al
empeño, pues un alias atinado condiciona la percepción que tendremos del estado,
la personalidad o la figura de aquél a quien se le endilga.
Por eso mismo, el
apodo ha tenido siempre un rol destacado en política. Tal como lo hace la
caricatura con la imagen, el sobrenombre intenta destacar en pocas palabras,
valiéndose de lo grotesco, un conjunto de rasgos casi siempre negativos que
tipifican al personaje elegido.
Recuerdo que uno de
mis maestros era tan, pero tan flaco, que por obra y gracia del chistoso de turno
terminó llamándose tripita’e gallo. En lo sucesivo, jamás pudo el pobre hombre deshacerse
del halo de gallo agónico que lo envolvió ese día.
Se entiende entonces
los reiterados intentos de la oposición
por encontrar un mote que satirice al presidente de un modo que llegue a ser
compartido por la mayoría del país. Una ráfaga verbal que prendiese como
prendió aquél tripita’e gallo en mi salón de cuarto grado.
Han hecho, pues,
grandes esfuerzos por imponer sus Sebastián, Chacumbele, autócrata, jefe golpista, etc.
Nada les ha funcionado y hay razón para ello: a los apodos, cuando de política
se trata, sólo el pueblo les da fuerza y vida; son la avanzada de una rebelión
que comienza con el desafecto y se prolonga en el abandono y el enfrentamiento
de un liderazgo.
Por el resultado de
las elecciones pasadas, ahora sabemos que los think tanks de la oposición tendrán que esforzarse más y por mucho
tiempo si aspiran a lograr su cometido
algún día.
viernes, 2 de noviembre de 2012
Del teatro y el delirio
Confieso que no había
tenido oportunidad de ver el maravilloso perfomance
de Leopoldo López, días antes de la elecciones presidenciales, anunciando con
cifras la victoria de Capriles. Pude verlo, al fin, el pasado domingo gracias a
la reposición que de tal alarde histriónico hiciera Earle Herrera en su Kiosco
Veraz.
Quien esté familiarizado con la dinámica del
monólogo, notó ese dia el dominio escénico del performer y cómo inadvertidamente la declamación sube de tono hasta
el punto donde el actor se funde definitivamente en el personaje ficticio y se
hace uno con él. En ese momento, el discurso que emite es ya de una sinceridad incuestionable.
Pero lo mejor de la
pieza, a no dudarlo, estuvo en lograr que de manera tan entusiasta el espectador
se involucrase en el espectáculo. Un éxito que puede verse en muy contadas
ocasiones y sólamente en los más sonados eventos de teatro experimental de
nuestra contemporaneidad. Muchos teóricos han intentado dar con la clave para
desatornillar al público de sus sillas e impulsarlo a ser tan protagonista de
la puesta en escena como quien ocupa las tablas.
Lograr que público y
actor dejen atrás la realidad y entren en pleno delirio artístico, alcanzar la total
suspensión de la incredulidad que pregonaba Coleridge, como pudo hacerlo
Leopoldo López, es algo que nos obligará a reescribir la historia de nuestro
movimiento teatral de las últimas décadas.
Una sola falla: ese
público delirante que aplaudía a rabiar, no comprendió nunca que lo
representado no era un monólogo dramático, sino ópera bufa.
jueves, 25 de octubre de 2012
Pobre Ernesto
Ni siquiera un nombramiento como ministro
justifica que a alguien le caigan en cambote como le han caído a Ernesto
Villegas desde que fue designado para el MinCi. Sólo que en este caso la cayapa
tiene, supuestamente, un carácter
positivo, solidario.
Lo cierto es que, a
diferencia de otros ministerios, en éste que se ocupa de la comunicación e
información, todo el mundo se siente autorizado a opinar y ¿por qué no? a darle uno que otro consejito al recién
designado.
Hemos visto, pues,
cartas abiertas, artículos, notas y comunicaciones de todo tipo donde sin empacho
alguno al nuevo ministro le diseñan los planes de su gestión, le indican qué
corregir, a quien botar de su puesto de
trabajo y a quien dedicarle una merecida reprimenda, entre otros consejos y
advertencias.
A Villegas hay que
aplicarle la consigna que durante un tiempo se usó para el propio Chávez:
“Déjenlo trabajar”. Al fin y al cabo el nuevo ministro tiene que enfrentar los
reclamos que el propio Presidente ha hecho durante años acerca de las
limitaciones que tiene la política comunicacional del gobierno y eso no es poca
cosa.
Con semejante
crítico montado en la espalda, Villegas seguramente puede prescindir de tanto
asesor que le ha salido. Más sentido tiene desearle que pueda desenvolverse en
su cargo con la misma agudeza y don de gente que ha tenido durante tanto tiempo
frente a las cámaras.
sábado, 20 de octubre de 2012
La duda metódica
De todo lo ocurrido durante la
pasada campaña y posterior proceso electoral, con los resultados que ya
conocemos, nada llama tanto la atención como la eficiencia demostrada por la
oposición para inculcar en sus seguidores, con fe de carbonero, la idea de que
su candidato resultaría elegido presidente.
Y no se trata de pretender que
alguien participe en una campaña aceptando de antemano que su candidato será
derrotado. De lo que se trataría, en todo caso, es de no disociarse de manera
obtusa de los indicadores, que con verdadera profusión, mostraban que los
hechos se orientaban hacia el resultado contrario.
¿Cómo se logra que la emoción se
sobreponga de tal modo a la reflexión? Sabemos que buena parte de la clase
media nacional, esa que incluye a una importantísima cantidad de profesionales
en todas las áreas de conocimiento, respaldó las aspiraciones del candidato
opositor. ¿Dónde fue a dar la capacidad de análisis de esa multitud de
supuestos entes pensantes?
Si bien es cierto que la
formulación del concepto de la duda metódica corresponde a Descartes, no es
menos cierto que se trata de un mecanismo propio de toda mente racional en la
dinámica de tratar de comprender lo que
ocurre a su alrededor. ¿O es que ya superamos la época del racionalismo?
Hay que reconocer que toda esa
obnubilación colectiva se trató de una perversa eficiencia mediática, capaz de
apagar los más elementales recursos propios de la mente humana y llevarla a un
inédito estado de postración.
En Maracaibo hay unas cuantas
paredes emborronadas con un tajante “adiós Chávez”. Esos grafitis no resistirán
hasta el 2019, ojalá que tampoco perduren la disociación y la renuncia a la
duda metódica de sus autores.
miércoles, 17 de octubre de 2012
Conversos
Lo elefantes van a
morir a su cementerio y no permiten que nadie los acompañe. Es una forma
honrosa de salir de la vida. Los humanos deberíamos aprender a variar nuestra
visión política honrosamente, sin que esa variación signifique revertir en
ciento ochenta grados aquello en lo que hemos creído, lo que hemos pensado y lo
que hemos predicado a lo largo de nuestra existencia.
No se trata, claro
está, de negar el derecho que todos tienen de cambiar su perspectiva
acerca de cualquier asunto. En este sentido, el cambio es un acto racional, cargado
de análisis y reflexión. La conversión, en el mejor de los casos, es casi un
acto religioso, en el que entran en juego nuestros fantasmas, temores e inseguridades.
El país está hoy
lleno de conversos que contrastan con esos entes pensantes que por diversas consideraciones
decidieron alejarse d el proyecto político que lidera Chávez. De estos últimos
hay unos cuantos, conozco algunos, y la
mayoría de ellos prefiere el aislamiento, la conversación profunda y crítica
sobre lo que acontece, la producción intelectual o simplemente el silencio.
Los conversos, en
cambio, corrieron como animalitos sin dueños a echarse en los brazos de la
derecha. Un huracán de miedo o de oportunismo les borró en un instante años de reflexión y
aprendizaje. Ahora, conceptos como imperialismo, lucha de clase, proletariado y
muchos otros les parecen palabras demodé.
El cambio es válido
y honorable. La conversión es permitir que nos lleven de la mano al cementerio
de los traidores.
domingo, 14 de octubre de 2012
Del humano y la soberbia
La soberbia suele venir oculta bajo un disfraz de humildad. La religión, valga por caso, con su discurso permanente sobre la humildad, es sin dudas el acto más soberbio del ser humano. ¿Puede, por ejemplo, haber algo más presuntuoso que proclamarse representante de Dios en la tierra o estar hecho a su imagen y semejanza?
La idea misma según la cual un Dios omnipotente y omnisciente, tal como lo hemos imaginado, ocupa su tiempo en juzgar el más pequeño de nuestros actos, no resalta la importancia de Dios sino la nuestra. Qué importante somos que Dios no tiene más remedio que ocupar su tiempo eterno observándonos.
Por complejo que sea imaginar la aparición de la vida, con la primera célula, después de miles de millones de años de evolución, siempre será mas sencillo y humano que congraciarse con la idea de un Dios que en su afán creador no rodeó de un universo con infinidad de planetas, a distancias que no podemos siquiera concebir, mucho menos abarcar, ni ahora ni en el futuro. Todo para después dedicarse a pescar si decimos alguna mentirilla o miramos el trasero de la hermosa que nos pasa por el lado.
La astronomía es el antídoto para nuestra soberbia. La desolación de un universo desbocado hacia ninguna parte y la conciencia de nuestra pequeñez e ingrimitud, nos harán reconsiderar el pobre papel que le hemos asignado a un Dios capaz de semejante empresa.
La astronomía es el antídoto para nuestra soberbia. La desolación de un universo desbocado hacia ninguna parte y la conciencia de nuestra pequeñez e ingrimitud, nos harán reconsiderar el pobre papel que le hemos asignado a un Dios capaz de semejante empresa.
Monos
Haría bien la oposición en amarrar a esos personajes que, de tanto en tanto, sueltan tales disparates que uno termina por creer que tienen el encargo de sabotearse a sí mismos. Esos deslenguados, con poco o ningún cerebro, los tiene la oposición tanto dentro como fuera del país. Amarrarlos significa en la práctica desligarse de modo tajante de lo que aquellos expresan y representan, es decir, una concepción enteramente fascista de la política, de la sociedad y de los métodos válidos para hacerse con el control de la nación y de sus recursos. Nada de eso sucede. Tomemos como ejemplo reciente lo dicho por ese dinosaurio chileno con disfraz de diputado según quien los que votamos por Chávez somos monos. Estaremos todos de acuerdo en que no vale la pena gastar una sola letra en responder a semejante adefesio. En cambio, llama poderosamente la atención el poco interés de la dirigencia opositora en reaccionar ante tamaño dislate. Las víctimas del chileno no son realmente los votantes chavistas sino la propia oposición que permite que la asocien con un racismo que uno supone que no comparten. ¿O sí?
Una oportunidad para el Zulia
Una de las sorpresas de las elecciones del 7 de octubre fue la contundente victoria alcanzada por Chávez en el Estado Zulia. En cierto modo, aquí ya nos habíamos acostumbrado a las reiteradas victorias de una dirigencia boba y sin aliento, cuyo mensaje político no va más allá de unas cuantas generalidades mal formuladas y peor pronunciadas. Una dirigencia política cuyo proyecto se agota en el hecho mismo de lograr el cargo y cuya acción de gobierno es poco menos que nula porque, al fin y al cabo, el objetivo ya se logró. El Zulia, pues, padeció por años y durante unos cuantos procesos electorales, de una modorra sólida de la cual llegamos a tener la impresión de que era inalterable. Los 127.000 votos de ventaja obtenidos en estas elecciones abren la puerta a un cambio de la dirigencia en las próximas elecciones de diciembre de 2002 y marzo de 2013. Se entiende que ese cambio no se producirá automáticamente gracias al triunfo de Chávez. Ha sucedido antes que aún ganando en las presidenciales, los candidatos del chavismo pierden en las elecciones de gobernador y alcalde. Se impone entonces una propuesta que, apoyándose en la plataforma dispuesta por la reciente victoria, sea capaz de convencer a los zulianos de la factibilidad y de las ventajas de un cambio de gobierno. Eso sí, sin caer en la manipulación regionalista, siempre a la orden del día en el discurso de la derecha.
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